jueves, 1 de marzo de 2018

Yo. IV

Qué extraña sensación, parecía que todos habían encajado este cambio como si no fuese más que eso, un cambio, una permuta, convertirme en otra cosa como el que muda su casa, su vida lejos de su origen y, sin embargo, yo... yo sentía que el mundo se deshacía entre mis manos, un viaje eterno al Hades, una inmensa soledad que golpeaba cada vértebra y arremetía con fuerza contra la espalda.

Ella había venido a buscarme, cómo explicarle, qué decir. Al final del pasillo su firme figura me miraba al ritmo de mi paso lento. Poco a a poco, iba descubriendo mi nueva forma. Mi cuerpo ya no era el que ella conocía, tampoco yo lo conocía aún, ahora era un hombre.

Recorrí el pasillo hasta que pude sentir su aliento en mi boca, de frente en el silencioso túnel. Me miraba con sospecha, con pequeños choques de respiración, con desasosiego y, aún, con amor, reconociendo, bajo la piel, los rincones de reposo, el hogar, el deseo intenso del tiempo juntas. Los años vividos salieron a flote, no fue fácil afrontar el ruido, distinguir los verdes del paisaje, pero siempre estuvimos unidas.

Ahora, de regreso a nuestra casa, largo el día pesa sobre mi cabeza, el escáner visual, la mirada incesante de la gente, el reflejo en el espejo del baño y el temblor de la barbilla. El frío hospital, la luz quemando mis pupilas y cada estrella que explota sobre la tierra deshaciendo mi rostro, adentrándome en otra puerta.

La casa está fría y desordenada, las horas de inquietud se hacen patentes sobre la cama, en el sofá y entre las mantas. Reconozco el olor, la cara de la luna detrás de la ventana. Ella deja el abrigo en la silla, reconozco sus manos alrededor de mi cuerpo extraño.