viernes, 14 de diciembre de 2012

Cadáveres. Tercer suspiro.

Foto: "Skyscrapers" - Michal Boubin

Gigantes...
Gigantes de frío cristal y piedra inerte que nos engullen y nos hacen parecer parásitos en busca de calor en el centro del laberinto de sus entrañas infinitas. Colosos inconcebibles. Trinchadores de cielos. Ensoñaciones de suicidas sin alas. Promesas de un colapso de ruido y polvo... pero no aún. Los rascacielos hacen de la ciudad una quimera de la modernidad. Algo que, paradójicamente, siempre ha sido y siempre intentará ser. La cima del mundo, con sus pancartas publicitarias que aconsejan que -vayas donde vayas- nunca olvides tu sonrisa de insuficiencia ciudadana. O sus panfletos desveladores de los más íntimos y obscenos encantos de imposibles ninfas, rodeadas de números de teléfono que ellas no contestarán; libres a merced del viento. Sin niños que corran detrás. 
Da igual. Ya lo han visto demasiadas veces en la tele.

Delfos se dejaba mojar por las últimas gotas del chaparrón mientras miraba hacia arriba. Gotas que saben historias, que han sido partícipes y testigos del Tiempo desde que se ganó esa T mayúscula. Gotas que sólo viajan en una dirección. 
Cuando cruzó las puertas del amenazador gigante repasó mentalmente las instrucciones de la llamada de trabajo que había recibido: el nombre de un edificio y un número. Atravesó el vasto recibidor de mármol percatándose de la ausencia de conserje de cualquier tipo y pulsó el botón del único ascensor. Entró en la silenciosa caja de metal de paredes rojizas y luz tenue y una voz de mujer interrumpió el suave hilo musical y espetó con tono sensual la palabra "piso". Delfos pulsó el número cincuenta y dos sin dudar y las puertas se cerraron dejándole frente a su propio reflejo. No le sorprendió encontrarse ante un hombre de aspecto adánico. Tres días sin dormir pasan factura por mucho café que ingieras. Y su presencia aún no se había despegado de él... como mucho, flotaba a su alrededor cual fantasmagórica medusa. Y él no iba a permitir que fuese mucho más lejos. 
Cuando empezó a impacientarse por saber en qué momento se empezaría a mover el ascensor, las puertas se abrieron sin emitir sonido alguno. Miró al indicador electrónico del aparato: piso cincuenta y dos. Intentó acostumbrar su vista a la luz anaranjada de la nueva estancia ante la que se encontraba. Era una sala amplia y austera de la que no se encontraban los límites por los lados. Las luces estaban apagadas y tanto el techo como el suelo eran de color negro. Tan sólo inundaba la sala el reflejo de la luz de la ciudad en el cielo encapotado que entraba por el ventanal del fondo. Sin que le diese tiempo a analizar algo más del lugar las puertas empezaron a cerrarse, siendo detenidas un segundo por una mano que precedió al escurridizo cuerpo que se situó en un instante al lado de Delfos. Antes de que las puertas se cerrasen de nuevo, Delfos vivió lo que juzgó como una mala pasada del ayuno y el insomnio: las gotas de lluvia caían hacia arriba más allá de la ventana.
Ahora, ante el espejo de puertas no fue su propio reflejo lo que llamó su atención. A su lado se situaba un personaje que no se sabría bien si encuadrar dentro de "hombre joven" o "joven adulto". Su porte era serio, aunque nervioso, su mirada inteligente aunque huidiza. El pelo engominado con la raya a un lado y la barba desaliñada, demasiado corta para cuidarla y demasiado larga para afeitarla con cuchilla y vestía un traje caro en el que parecía incómodo. Como si fuese la primera vez.
-Entiendo lo que usted hace, señor Delfos. Es así, ¿no? No se le conoce por otro nombre. Entiendo lo que usted hace al igual que usted entiende lo que necesito, pero nunca llegaré a entender cómo lo hace. Ni quiero saberlo. Tiene que saber que el encargo no es para mí. Es para otra persona, pero tan sólo va a tratar conmigo. Veamos... -titubeó como hablando para sí mismo- cómo era... usted busca un... "recipiente" o como sea que lo llame. No conozco su jerga, si es que tiene alguna. Y lo prepara para recibir lo que tengo que darle, ¿no es así? Usted coge cuerpos y los llena de...
-Si. De infelicidad. -Delfos parecía incómodo con la nerviosa precisión del sujeto.
-¡Eso es! -exclamó con una sonrisa tímida señalando al indivíduo reflejado frente a él en las puertas- "transportista de infelicidad", "mercader de felicidad". Quizá debería escribir eso en su tarjeta. Es una pena que no sea un trabajo real. Que no deba serlo, quiero decir. Ya sabe, con eso de que no quedan muchos cadáveres en el mundo. Si es que se siguen llamando así.
Las puertas se abrieron, de nuevo la planta baja y el continuado silencio. "Piso" volvió a decir la ahora familiar voz de mujer. Los individuos siguieron mirando hacia delante, como si no pudiesen soportar el hurto de sus reflejos, hasta que Delfos decidió salir del ascensor. Vio cómo el fino dedo de su cliente pulsaba el botón por encima del piso sesenta con una barroca "A" marcada. Sin mirar atrás mientras marchaba oyó al joven-hombre-joven.
-Llámeme cuando esté listo, Delfos. No hay prisa, pero le pido que no acepte ningún otro trabajo mientras este dure. Ya entenderá por qué. Por cierto, mi nombre es Marte. Si... como el planeta. Ha sido un verdadero...
Las puertas del ascensor se cierran del todo. 
El motor del Ford esperaba encendido.
Delfos mira al suelo. Mojado.
Delfos mira al cielo. Despejado.

¿Estaría imaginando cuando vio lo que vio? Arrancó despacio, no sabía a dónde ir. Tener que volver al encierro de su apartamento parecía un suplicio. 
Puede que, después de todo, el trabajo fuese lo único que le quedaba.



domingo, 9 de diciembre de 2012

Cadáveres. Segundo suspiro.

La ciudad se presentaba recortada en viñetas, pequeños pedacitos enmarcados en la ventanilla de su viejo Ford. La lluvia había calado el ánimo de los habitantes, que reacios a sufrir el mal tiempo, permanecían encerrados en sus casas. Nadie había en el exterior.

La anatomía desierta de aquel gigante de hormigón ahora le parecía un cementerio de guerra, perfectamente monótono y empapado de un recuerdo fatal. Las calles quedaban detrás, y las plazas eran más amplias que nunca. Hubiera encendido la radio, pero la odiaba.

Conducir lo tranquilizaba, lo mantenía cómodo, aislado de esas calles, de esas plazas,de las rectas avenidas y los sucios bulevares, como un astronauta que no quiere impregnarse de la atmósfera dañina de un planeta inexplorado. Los árboles parecían más tristes de lo normal, y sabiéndose encerrados en un lugar tan despiadado, ya no agradecían el agua que caía del cielo y refrescaba su ennegrecida piel. Delfos, sin saber por qué, sintió lástima de ellos. Los vio allí plantados, en el borde de la acera, y pensó en la cantidad de perros desquiciados que habrían orinado sobre sus cautivos pies. Era asqueroso.

Igual que le daba asco su recién nacida soledad, más allá de la culpa siempre quedaba la soledad, danzando distraída en su mente, invadiendo la ciudad.

La voz de ella se paseaba distraída bajo la lluvia, entraba en los cines de los centros comerciales del extrarradio, se rompía en las rotondas y colgaba de todas y cada una de las cuerdas de tender, combatiendo la soledad de la ciudad. Aquella voz que jamás volvería a escuchar, y que ahora dejaba atrás las azoteas y no conseguía quedarse atrapada entre las antenas...dejaba paso a su Ford, que se abría paso como un cuchillo que rebana un pedazo de pan.

Siguió conduciendo, soñando despierto su voz, deseando no olvidarla, deseando con toda su alma no sentirse tan solo en una ciudad tan grande.