Amaneció un día claro.
No había ni rastro de la tormenta del día anterior, ni una sola nube que
pusiera en duda la certeza celeste del comienzo de una nueva semana.
Otra más.
Tras acabar mi desayuno, en un lapso de tiempo que pareció
no durar nada y ser infinito a la vez, me calcé
y cerré la puerta. Al otro lado, la caja de cereales dominaba sobre la
mesa de la cocina un paisaje cotidiano y cíclico, los restos del desayuno se
esparcían como los restos de una batalla olvidada ya. Un copo tostado miraba al vacío, aislado del
resto, dando sentido y forma a la enorme planicie de mi mesa de la cocina. Caminé
con prisa hasta la estación de tren, y una vez allí, me senté en un banco a
esperar que viniera mi tren.
Abrí el libro por la primera página.
“Amaneció un día asertivo, sin nubes.
Nada se atrevió a poner en duda el avance lento, como de
elefante sonámbulo, del sol a través de aquel descampado. Pronto lo abrasaría,
convirtiendo el barro en polvo, polvo que se levantará cuando la gente lo
atraviese, y que tragarán en un acto de culto involuntario a la diosa Gea.”
“Pero no me conviertas ahora, polvo, en aquello en lo que
alguna vez fui, pues no tengo prisa, y por eso me falta el tiempo”.
Aún quedaban restos de flores secas que habían brotado de pequeñas
fisuras entre baldosines, un pequeño acto de rebeldía en medio de la ciudad. Manchaban
el cemento igual que brotes de sarna en la piel del enfermo.
Continué leyendo.
“Me falta el tiempo para arrastrar los pies por una desolada
ciudad que construimos y maleducamos. No sabe cuidarnos, solo nos engaña y de
su mentira participamos todos. ¿Quién vive en todos esos pisos iluminados al llegar
la noche?
Hermanos incestuosos, jóvenes promesas del olvido, vetustos
sofás cansados de agrietarse lentamente, cualquier cosa.
Menos nosotros”.
Sin recordar bien cómo, ya me hallaba en el tren,
completamente rodeado de personas somnolientas. Una de ellas miraba por la
ventana más allá de la sierra de hormigón y ladrillo que formaban los edificios
de apartamentos apilados los unos con los otros, pero no miraba el intento
fallido de cortar el cielo por parte de los mismos, miraba más allá de la conciencia
humana.
Sabía que compartía algo con toda esa gente, pero no lograba
determinar la forma ni la intención. Igual era el sabor del tomate, igual el
olor a sábanas limpias, igual la misma sensación de vacío al recordar sus ojos
ocupando por completo el volumen de la habitación.
“Sabía que la idea de
sentirme especial, único, era tan estúpida como el mero hecho de constatar que
todas y cada una de las personas pensaban lo mismo. Esa era la piedra angular
que sostenía la paradoja de la
humanidad, sentir que nadie podría haberte amado tanto como yo, sentir que
nadie podría ver parar las motas de polvo de mi habitación, conseguir frenar el
tiempo y que mi imaginación jugase a dar forma a ese pequeño cosmos, siempre en
continúo descenso.
Como un niño que se cuela a escondidas en el desván, y
supone contenidos y tripas a los muebles tapados por sábanas blancas, esa lucha
entre volumen y deseo. Al final siempre aparecía esa misma certeza de
tridimensionales proporciones. Una mesa, un sofá.
Un baúl.”
Bajé del tren, por inercia, pero sin saber bien qué
significaba esa palabra. La ciudad ya llevaba puesta en marcha demasiadas horas
como para pretender ponerse a su ritmo.
Caminé hasta la oficina y el tiempo seguía siendo para mí
una línea fina sobre la que avanzaba con los ojos cerrados como un funambulista
de circo, sólo miraba hacia el frente, adivinando lo que habría delante,
flotando en un extraño equilibrio sobre todo lo demás.
Esta extraña sensación solo se rompía al meterme en la cama
y descubrir que ya había pasado el lunes, y yo sentía que seguía sin haber
abandonado el cable, todo seguía igual pero con una luz más tenue.
Leí una última frase antes de abandonarme al sueño:
“Si fuese un baúl, por favor que sea un baúl cerrado con
llave, una llave que jamás apareciese.
Jamás”.