Dado que su mirada solía
relajarme, mi respiración comenzó a normalizarse, y el extraño mundo en el que
me encontraba dejó de ser tan irreal.
Los elementos que formaban el
pequeño mercado callejero, seguían recuperando su color, un color que intuí era
el original. Las caras de las personas que me rodeaban no terminaban de
dibujarse, pero entendí también que era su forma natural, así que baje la
guardia. Mientras el escenario se iba reconstruyendo paulatinamente, decidí
espiar mis actos al igual que un director de cine observa las imágenes que, ya
vividas en su mente, se recrean frente a él en la realidad.
Me gustó el plan, volverla a ver,
aunque fuera en esas circunstancias extrañas, siempre tan bonita, con ese
vestido rojo que elevaba su belleza haciéndola inalcanzable como un globo
aerostático que se escapa en el azul.
-Ha dicho mamá que compremos
fresas, que ya es época.
-Pues vamos a darnos prisa,
porque ya sabes que en el puesto de Marcelino las mejores cajas se acaban pronto.
Ella se movía entre la multitud
con una gracia especial, al igual que una gacela, fina y delicada, pero decidida a
llegar antes de que fuera demasiado tarde. Yo la seguía a trompicones, sentía
que si me soltaba la mano, la maraña de gente me arrastraría a cualquier lugar
lejos de ella, y trataba de avanzar entre piernas, bolsas y carritos, sin dejar
de estrangular sus dedos entre los míos.
Yo nos seguía por detrás, sin
perder detalle de nada de lo que ocurría, y era curioso porque toda esa escena
me resultaba muy familiar. El puesto se encontraba en uno de los extremos
septentrionales del mercadillo, flanqueado por dos viejas camionetas donde
transportaban la mercancía hasta los distintos mercados ambulantes. Como en
otros puestos alrededor, la fruta se apilaba en montones sobre
tableros de contrachapado, formando un colorido mosaico de formas y texturas. Las
piezas más delicadas, como cerezas, ciruelas y fresas, se encontraban dispuestas
en pequeñas cajitas de madera. Detrás de la vanguardia frutal estaban Marcelino y sus tres hijos, trabajando codo con codo. Era el mejor puesto de
todo el lugar, y todo el barrio se dejaba caer por allí para ver qué manjares de
temporada había traído el bueno de Marcelino. Pese a lo atareada que se
encontraba la familia, frutero e hijos siempre atendían con una ancha sonrisa
en la cara.
-Hola chata, ¿qué va a ser esta
vez?-Dijo Marcelino mientras sacaba otra caja de manzanas de la parte trasera
de la camioneta.-Prueba las fresas, todavía me quedan un par de cajas muy
majas, y este fin de semana vienen excelentes oye.
Compramos una caja repleta de
fresas, y de vuelta casa, pude ver como mi otro yo, iba comiendo un jugoso
melocotón que Andrés, el hijo mayor de Marcelino, me había regalado. Visto
desde fuera, deduje por las miradas furtivas de Andrés que el regalo se lo
hacía más a mi hermana que a mí, en un intento fútil por ligar con ella. Pero ella
solo tenía ojos para el pequeño, que se había llevado un melocotón accidental
de regalo, y al cual guiaba con firmeza hacia el exterior de la plaza.
Mientras les seguía de camino a
casa, me sentía como andando a través de un sueño espeso. Espeso por lo real de
todo lo que allí sucedía, sueño por lo imposible de contemplar una escena desahuciada del tiempo. Todo era familiar
para mí, como el soldado que vuelve al hogar tras una larga guerra. Igual
estaba caminando entre recuerdos, pero lo cierto es que una vez más, tenía que
acelerar el paso si no quería quedarme atrás y perderlos de vista.
Ya en casa, ella seleccionó las
mejores fresas y las lavó, para después trocearlas con mimo y cubrirlas con una
copiosa capa de azúcar. Tal y como a mí me gustaba comer las fresas. Era tan
generosa…ella siempre me daba lo mejor, y yo sentía que era un derecho al que
tendría acceso por siempre jamás.
Sin embargo ese día ocurrió algo
que hasta entonces jamás había podido imaginar. El timbre de la puerta sonó
estridente, rompiendo la magia del momento. Mi hermana acudió a la puerta como
un rayo. Abrió, y tras el umbral, apareció él. Dio un paso al frente y la besó
en la boca con pasión, con la seguridad del que ha repetido muchas ocasiones la
acción y se ve un profesional. ¿Tenía novio y no se había dignado a decírmelo?
Fue como ver dos trenes chocando
frontalmente, y la explosión me aclaró la mente. Yo había vivido esta historia
en la vida real, hace muchos años, cuando todavía era un crío. Volví a ver mi
gesto, torcido, al entrar mi hermana y su chico en la cocina. Volví a vivir mi
decepción cuando mi hermana, en un acto reflejo, me arrancó de las manos el
cuenco con fresas y se lo ofreció con una dulce sonrisa al joven muchacho que
iba a robármela para siempre. A ese maldito que acaba de destronarme, aquel que
impunemente había entrado en mi hogar y se atrevía a robarme a mi hermana, mi
dulce hermana mayor a la que yo tanto amaba, y poseía por ley universal. Ella
era mía.
Cerré los ojos, no quería volver
a pasar por esto. Otra vez no.
“Mira…”
No quise mirar, no. Cerré los
párpados con fuerza, pero la luz seguía entrando a través de ellos con la
fuerza de una mañana limpia y clara. Existía ahora en la cocina la certeza de
aquello que puede no ser real, pero que se percibe sin problemas a través de
los sentidos.
La imagen era nítida, no cabía
duda de que todo aquello había pasado por mi retina previamente y ahora, por
alguna broma amarga del destino, se me brindaba la oportunidad de vivirlo de
nuevo. Mi otro yo continuaba sentado en la silla, con los pies colgando,
contemplando cómo aquel estúpido se comía mis fresas, restregándoselas por los
labios a mi hermana para después devorarlas salvajemente. Se tragaba el amor
con el que ella había impregnado su piel roja repleta de pecas, masticaba la
carne y exprimía el dulce sabor que tenía un destino previo, mi gozo personal.
“Mira…”
“Recuerda, recuerda…”
Dejé de existir. No había ni un
huequito para mí en mi propio reino, en mi cocina, en el corazón de mi
hermana. En cuestión de un abrir y cerrar de ojos había perdido el protagonismo
absoluto, y no entendía por qué. Observé cómo mi niñez personificada se
levantaba de la silla y acudía a tirar de la falda roja que ahora vestía dos
piernas temblorosas. Ella lo apartó con indiferencia. Me apartó, y su mano me
pareció fría, dura como una bola de cañón capaz de atravesar el fuerte de mis
playmobil. Todo ocurrió exactamente igual que aquella vez, solo que en esta
ocasión me quedé en la cocina, no quise seguirme hasta mi antigua habitación
para ver como destrozaba todos los juguetes que ella me había regalado.
Me quedé porque ahora era más
fuerte, ahora debía enfrentar aquella situación y tomar medidas. Ya no era un
crío. Ellos, ajenos a mi presencia, parecían atragantarse en un frenesí de
manos locas, ávidas por llegar a un final previsto, pero todavía desconocido
para ellos. El espectáculo, lejos de parecerme morboso, me resultaba
repugnante. Me giré instintivamente, y por casualidad metí la mano en el
bolsillo, y note el suave tacto del papel higiénico. ¡Ah! El beso, lo había
olvidado por completo, pero ahí seguía, plegado y oculto.