jueves, 15 de marzo de 2012

Beso. (IV)


Dado que su mirada solía relajarme, mi respiración comenzó a normalizarse, y el extraño mundo en el que me encontraba dejó de ser tan irreal.

Los elementos que formaban el pequeño mercado callejero, seguían recuperando su color, un color que intuí era el original. Las caras de las personas que me rodeaban no terminaban de dibujarse, pero entendí también que era su forma natural, así que baje la guardia. Mientras el escenario se iba reconstruyendo paulatinamente, decidí espiar mis actos al igual que un director de cine observa las imágenes que, ya vividas en su mente, se recrean frente a él en la realidad.

Me gustó el plan, volverla a ver, aunque fuera en esas circunstancias extrañas, siempre tan bonita, con ese vestido rojo que elevaba su belleza haciéndola inalcanzable como un globo aerostático que se escapa en el azul.

-Ha dicho mamá que compremos fresas, que ya es época.
-Pues vamos a darnos prisa, porque ya sabes que en el puesto de Marcelino las mejores cajas se acaban pronto.

Ella se movía entre la multitud con una gracia especial, al igual que una gacela, fina y delicada, pero decidida a llegar antes de que fuera demasiado tarde. Yo la seguía a trompicones, sentía que si me soltaba la mano, la maraña de gente me arrastraría a cualquier lugar lejos de ella, y trataba de avanzar entre piernas, bolsas y carritos, sin dejar de estrangular sus dedos entre los míos.

Yo nos seguía por detrás, sin perder detalle de nada de lo que ocurría, y era curioso porque toda esa escena me resultaba muy familiar. El puesto se encontraba en uno de los extremos septentrionales del mercadillo, flanqueado por dos viejas camionetas donde transportaban la mercancía hasta los distintos mercados ambulantes. Como en otros puestos alrededor, la fruta se apilaba en montones sobre tableros de contrachapado, formando un colorido mosaico de formas y texturas. Las piezas más delicadas, como cerezas, ciruelas y fresas, se encontraban dispuestas en pequeñas cajitas de madera. Detrás de la vanguardia frutal estaban Marcelino y sus tres hijos, trabajando codo con codo. Era el mejor puesto de todo el lugar, y todo el barrio se dejaba caer por allí para ver qué manjares de temporada había traído el bueno de Marcelino. Pese a lo atareada que se encontraba la familia, frutero e hijos siempre atendían con una ancha sonrisa en la cara.

-Hola chata, ¿qué va a ser esta vez?-Dijo Marcelino mientras sacaba otra caja de manzanas de la parte trasera de la camioneta.-Prueba las fresas, todavía me quedan un par de cajas muy majas, y este fin de semana vienen excelentes oye.


Compramos una caja repleta de fresas, y de vuelta casa, pude ver como mi otro yo, iba comiendo un jugoso melocotón que Andrés, el hijo mayor de Marcelino, me había regalado. Visto desde fuera, deduje por las miradas furtivas de Andrés que el regalo se lo hacía más a mi hermana que a mí, en un intento fútil por ligar con ella. Pero ella solo tenía ojos para el pequeño, que se había llevado un melocotón accidental de regalo, y al cual guiaba con firmeza hacia el exterior de la plaza.

Mientras les seguía de camino a casa, me sentía como andando a través de un sueño espeso. Espeso por lo real de todo lo que allí sucedía, sueño por lo imposible de contemplar una escena desahuciada del tiempo. Todo era familiar para mí, como el soldado que vuelve al hogar tras una larga guerra. Igual estaba caminando entre recuerdos, pero lo cierto es que una vez más, tenía que acelerar el paso si no quería quedarme atrás y perderlos de vista.

Ya en casa, ella seleccionó las mejores fresas y las lavó, para después trocearlas con mimo y cubrirlas con una copiosa capa de azúcar. Tal y como a mí me gustaba comer las fresas. Era tan generosa…ella siempre me daba lo mejor, y yo sentía que era un derecho al que tendría acceso por siempre jamás.

Sin embargo ese día ocurrió algo que hasta entonces jamás había podido imaginar. El timbre de la puerta sonó estridente, rompiendo la magia del momento. Mi hermana acudió a la puerta como un rayo. Abrió, y tras el umbral, apareció él. Dio un paso al frente y la besó en la boca con pasión, con la seguridad del que ha repetido muchas ocasiones la acción y se ve un profesional. ¿Tenía novio y no se había dignado a decírmelo?

Fue como ver dos trenes chocando frontalmente, y la explosión me aclaró la mente. Yo había vivido esta historia en la vida real, hace muchos años, cuando todavía era un crío. Volví a ver mi gesto, torcido, al entrar mi hermana y su chico en la cocina. Volví a vivir mi decepción cuando mi hermana, en un acto reflejo, me arrancó de las manos el cuenco con fresas y se lo ofreció con una dulce sonrisa al joven muchacho que iba a robármela para siempre. A ese maldito que acaba de destronarme, aquel que impunemente había entrado en mi hogar y se atrevía a robarme a mi hermana, mi dulce hermana mayor a la que yo tanto amaba, y poseía por ley universal. Ella era mía.

Cerré los ojos, no quería volver a pasar por esto. Otra vez no.

“Mira…”

No quise mirar, no. Cerré los párpados con fuerza, pero la luz seguía entrando a través de ellos con la fuerza de una mañana limpia y clara. Existía ahora en la cocina la certeza de aquello que puede no ser real, pero que se percibe sin problemas a través de los sentidos.

La imagen era nítida, no cabía duda de que todo aquello había pasado por mi retina previamente y ahora, por alguna broma amarga del destino, se me brindaba la oportunidad de vivirlo de nuevo. Mi otro yo continuaba sentado en la silla, con los pies colgando, contemplando cómo aquel estúpido se comía mis fresas, restregándoselas por los labios a mi hermana para después devorarlas salvajemente. Se tragaba el amor con el que ella había impregnado su piel roja repleta de pecas, masticaba la carne y exprimía el dulce sabor que tenía un destino previo, mi gozo personal.

“Mira…”
“Recuerda, recuerda…”


Dejé de existir. No había ni un huequito para mí en mi propio reino, en mi cocina, en el corazón de mi hermana. En cuestión de un abrir y cerrar de ojos había perdido el protagonismo absoluto, y no entendía por qué. Observé cómo mi niñez personificada se levantaba de la silla y acudía a tirar de la falda roja que ahora vestía dos piernas temblorosas. Ella lo apartó con indiferencia. Me apartó, y su mano me pareció fría, dura como una bola de cañón capaz de atravesar el fuerte de mis playmobil. Todo ocurrió exactamente igual que aquella vez, solo que en esta ocasión me quedé en la cocina, no quise seguirme hasta mi antigua habitación para ver como destrozaba todos los juguetes que ella me había regalado.

Me quedé porque ahora era más fuerte, ahora debía enfrentar aquella situación y tomar medidas. Ya no era un crío. Ellos, ajenos a mi presencia, parecían atragantarse en un frenesí de manos locas, ávidas por llegar a un final previsto, pero todavía desconocido para ellos. El espectáculo, lejos de parecerme morboso, me resultaba repugnante. Me giré instintivamente, y por casualidad metí la mano en el bolsillo, y note el suave tacto del papel higiénico. ¡Ah! El beso, lo había olvidado por completo, pero ahí seguía, plegado y oculto.

Ya no me importaba su historia, no me importaba en absoluto. Sin necesidad de pensarlo dos veces lo coloqué en el bolsillo trasero de los vaqueros del joven. Por supuesto, él no notó nada.