viernes, 1 de junio de 2018

Yo. V



Ella fumaba con la mirada perdida. Tercer cigarrillo. Sólo la mitad y al cenicero. Eso que hacía cuando las cosas no iban bien, cuando no quería hablar ni hacerse notar. El pulso no temblaba, eso era bueno.

Algo es algo. Yo siempre fui la optimista. Pero... ¿Y ahora qué? Cuando me rompí la pierna por cuatro lugares diferentes aceptamos la situación con humor. Iba a ser un cambio temporal en nuestras vidas. Y lo fue. No fue fácil. Pero las risas, las bromas...
Pero ahora su cara era una promesa de eterna gravedad. Había tantas cosas que quería preguntarle: seguía sin saber cómo había podido rescatarme de ese infame hospital. Pero no me atrevía a hablar.
No así.

Así que reinaron los cigarrillos a medias y el silencio.

Y cayó la noche. Y velé en el sofá mientras ella velaba en la cama.
Y cuando la madrugada pesó demasiado escuché cómo cogía las llaves del coche.

-Voy encendiendo el motor, date prisa.

La carretera se fue iluminando mientras los edificios escaseaban, la radio emitía un suave ruido blanco que no llegaba a molestar como para que ninguna de las dos la apagásemos. Nos conducía hacia el norte por carreteras secundarias. El gris polución se fue tornando azul eléctrico según nos alejábamos de todo. De todo lo demás. Empecé a entender lo que estaba haciendo. Pero no dije nada.

No hasta que vi las vacas. Rumiantes en la distancia, a la orilla de un río. Ajenas a todo. Plácidas. Pero nunca completamente felices.

-Vaca Blanca, vaca blanca...

Silencio.

-Vaca marrón, va...

-Vaca negra. -los ojos, tras las gafas, clavados en la carretera. Esperanza entre las raíces de sus pensamientos. Solo nosotras entendíamos ese juego.

Silencio. Ahora ya reconocía el camino.
Se había prometido que no volvería nunca a esa cabaña. Recuerdos dolorosos, venganza de su familia.. nunca consegui averiguarlo. Lo único cierto es que era un lugar maravilloso.
Y que ella lo odiaba.

-Al menos esta vez puedo andar...

¿Una sonrisa?
Quizá lo imaginé, pero en ese momento hubiese matado por ver su sonrisa. Decidí no hablar más durante el resto del trayecto. Mientras tanto, las vacas se sucedían.

Ajenas a todo.




jueves, 1 de marzo de 2018

Yo. IV

Qué extraña sensación, parecía que todos habían encajado este cambio como si no fuese más que eso, un cambio, una permuta, convertirme en otra cosa como el que muda su casa, su vida lejos de su origen y, sin embargo, yo... yo sentía que el mundo se deshacía entre mis manos, un viaje eterno al Hades, una inmensa soledad que golpeaba cada vértebra y arremetía con fuerza contra la espalda.

Ella había venido a buscarme, cómo explicarle, qué decir. Al final del pasillo su firme figura me miraba al ritmo de mi paso lento. Poco a a poco, iba descubriendo mi nueva forma. Mi cuerpo ya no era el que ella conocía, tampoco yo lo conocía aún, ahora era un hombre.

Recorrí el pasillo hasta que pude sentir su aliento en mi boca, de frente en el silencioso túnel. Me miraba con sospecha, con pequeños choques de respiración, con desasosiego y, aún, con amor, reconociendo, bajo la piel, los rincones de reposo, el hogar, el deseo intenso del tiempo juntas. Los años vividos salieron a flote, no fue fácil afrontar el ruido, distinguir los verdes del paisaje, pero siempre estuvimos unidas.

Ahora, de regreso a nuestra casa, largo el día pesa sobre mi cabeza, el escáner visual, la mirada incesante de la gente, el reflejo en el espejo del baño y el temblor de la barbilla. El frío hospital, la luz quemando mis pupilas y cada estrella que explota sobre la tierra deshaciendo mi rostro, adentrándome en otra puerta.

La casa está fría y desordenada, las horas de inquietud se hacen patentes sobre la cama, en el sofá y entre las mantas. Reconozco el olor, la cara de la luna detrás de la ventana. Ella deja el abrigo en la silla, reconozco sus manos alrededor de mi cuerpo extraño.