martes, 18 de octubre de 2016

Sólo lo echaré de menos cuando lo haya perdido. Capítulo III

Miércoles.

En el despertar se mezclaba el incipiente cansancio de la semana y la esperanza al final del túnel. Los miércoles la vida comenzaba a a definirse. Ya quedaba menos para el viernes. Levanté mis setenta kilos más los cincuenta adicionales que las cinco horas de sueño robado habían acumulado sobre mi pecho. Últimamente las mañanas costaban demasiado.

Arrastrarse, respirar, mirar, agacharse, arrastrarse. La letanía de la trinchera. Los días habían perdido su forma, pasaban en una procesión de extremidades mutiladas, sangre reseca y cadáveres. Sólo había dolor, hambre, sed y vísceras, como un macabro infierno abriéndose paso por el campo de batalla. En su mente sólo había un objetivo: llegar al túnel. Era mejor no pensar en lo que esperaba ni en lo que dejaba atrás. Él estaba pero no era. Lo único que existía era aquella boca en la tierra dispuesta a engullirle y su voluntad de llegar a ella. Era una sombra, un soplo de existencia.

Mientras comía los cereales con mi leche y mi tazón, imagen congelada a través de los años, intentaba animarme pensando en el jueves, en cómo podría decir "mañana es viernes" y cómo éste daría paso al ansiado fin de semana. En la oficina todo se reducía a aquello, a esperar que la semana pasase lo más rápido posible. Viviendo dos de cada siete días, los otros cinco una mezcla de autómata y alma purgativa, así era la vida moderna para la mayor parte de la gente, un abismo temporal en el que caían la mayoría de sus horas, aplastadas al fondo del pozo, y fuera, en otro plano, los fines de semana y las vacaciones como ínfimas migajas con las que pasar hambre hasta desvanecerse.

Terminé mi desayuno, tarde, y corrí a través del amanecer hasta el tren, que con la prisa de las personas que se apelotonaban contra mí me dejó a tiempo para trastabillar hasta mi cubículo. Puntual una vez más.

Consiguieron llegar hasta la trinchera enemiga justo cuando los obuses limpiaban la suya. La estampida le envolvió en una marea de cuerpos sudorosos, machetes, culatas y pólvora. Se transformó en ira, miedo, instinto de supervivencia. Golpeaba, disparaba y apuñalaba sin saber quién era amigo y quién no. Dejó de sentir. Una cantidad indeterminada de tiempo pasó, y cada persona que caía muerta a su alrededor hacía menguar su determinación.

Cuando el sol se puso las fuerzas le abandonaron. Estaba listo para darse por vencido. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba solo y de que apenas podía mantenerse en pie. Cayó de rodillas entre los gemidos agonizantes de los soldados que desde las paredes de la trinchera luchaban por respirar. "¿Por qué?", pensó.

Exhausto, me dejé caer sobre el sofá al llegar a mi casa, el cual crujió de manera desagradable bajo mi peso. Mi mente, vacía, ordenó a mi mano que cogiese el mando y encendiese la televisión. Como todas las tardes, fui incapaz de sostener cualquier pensamiento durante un par de horas. Los días en los que estaba especialmente cansado podía notar cómo los pedazos de mí mismo que habían desaparecido durante la jornada iban ahora recomponiéndose. Según me recuperaba, el televisor iba volviéndose estridente, molesto, hasta que tenía que apagarlo.

Había veces que aparecía en la cama sin transición alguna, incapaz de acordarme de cómo había llegado allí. Tampoco es que me importase. Aquella noche, antes de abrir el libro, abrí el cajón donde estaba tu peine y metí la mano. Incapaz de llegar a tocarlo, lo cerré de un golpe y me dejé llevar por la historia y el sueño.

Estaba paralizado en un ilegible rictus. Imaginó que debería dormir, intentar recuperar fuerzas, pero no quería. Palpó su maltrecha camisa hasta encontrar lo único que llevaba encima. Duro, metálico, frío y a la vez lo único que desprendía calor en aquel condenado lugar. Aún era capaz de recordar, aunque con esfuerzo, los ojos llorosos de su mujer al dárselo. Se sintió existir, y con la existencia fue consciente de lo que había hecho, de a lo que había sobrevivido. Pensó en volver a su esposa, en retomar una vida que ahora parecía imposible, y no encontró alegría alguna en ello. Sólo veía muerte, putrefacción y culpa. Fantasmas. Supo, con absoluta certeza, que no podría volver a ser feliz, y con manos temblorosas cogió una de las muchas pistolas que yacían ensangrentadas sobre el barro. La apoyó contra su sien, y mientras apretaba el gatillo sintió que estaba haciendo lo correcto.

"Mañana será jueves".