miércoles, 30 de mayo de 2012

Civilización - Capítulo Tercero


Ahora Greg se sentía en cueros. Su piel había perdido el color, era trasparente y la mirada del peluquero podía penetrar a través de ella como los rayos de sol invaden el cielo después de una tormenta. Y el temporal de emociones había dejado unas finas marcas en su alma,  las cuales ahora quedaban a la vista de su hipotética víctima.

-No te quedes ahí pasmado. Se suele condenar el hecho, no el deseo. Venga, deja las tijeras en su sitio.-Dijo el peluquero con una sonrisa vaga en la mirada. Parecía divertirle lo patético de la situación.

-¿Qué?

-Claro hombre, y después de todo yo también he pensado en clavárselas en la yugular a muchas de las marujas insoportables que vienen aquí a cortarse el pelo. Luego recuerdo que son ellas las que me pagan, y prostituyo mi deseo. La tragedia se convierte en comedia. ¿Lo pillas? Esa frase es buena, ¿no crees?

La verborrea compasiva de aquel cretino no hacía otra cosa más que aumentar el grado de repugnancia que sentía Greg. Debería haber actuado cuando tuvo tiempo. Debería haber convertido a aquel  indeseable en una auténtica obra de arte. Una obra que hablara alto y claro, de tal forma que cualquier persona pudiera entenderla. Sin embargo, lo único que parecía ser capaz de comunicar un mensaje, era el oscuro fondo de sus ojos

-¿No crees, eh?-Repitió con insistencia aquel parias del mundo del estilismo,-No estoy molesto ¿sabes? En realidad me alegra que te pases por aquí. A estas horas ya no tengo mucho trabajo, y me gustaría comentar con un oyente objetivo y ajeno a mi vida, un par de teorías que vengo construyendo últimamente. Me gusta reflexionar mientras hago mi trabajo, el problema es que no puedo compartir mis pensamientos con mi clientela dado su nivel intelectual, pero tú pareces distinto.

Greg dejó caer las tijeras al suelo. El sonido del metal al chocar contra el suelo interrumpió a su interlocutor, que lo miró de nuevo con cara de sorpresa.

Continuar allí durante un segundo más sólo contribuiría a reforzar su idea de que aquel peluquero era un desgraciado. Un alma solitaria rodeada de multitud de gente sin inquietudes, un vagabundo deseoso de comprensión y rodeado de vacuidad. El paisaje era demasiado familiar.

-¡Eh, amigo! ¡Espere!, no me ha dejado terminar…

Terminarle era la única y verdadera razón que le había llevado a entrar en ese lugar, y ahora que sus intenciones se habían desinflado, su deseo de asesinar era tan sólo un globo abandonado en la esquina de una fiesta de críos. Quería salir de allí lo más rápido posible. Ya ni siquiera sentía vergüenza, sólo impotencia y frustración.

Por desgracia, ya se había visto en muchas más situaciones como ésta.

La primera vez, él era muy joven, pero podía recordarlo a la perfección. Su madre, sin dar explicaciones, se había presentado en el piso del abuelo de Greg y tras empujar a su hijo al otro lado del umbral, y añadir que se pasaría a recogerlo al día siguiente, cerró la puerta sin despedirse.

El piso del abuelo de Greg era un espacio diseñado para albergar la soledad de su vejez, y aunque apenas tenía el mobiliario justo para acomodar a una persona, Greg se sentía  a gusto allí. Su abuelo era un hombre rudo, terco en palabras y con pocos modales. Pero eso no suponía ningún problema, tampoco él era muy charlatán.

 El viejo tenía un pequeño televisor en el salón que hacía de nexo entre los dos. No hacía falta malgastar saliva teniendo la T.V encendida hasta la hora de dormir. Y en eso consistían las visitas de Greg a su abuelo, un silencio emocional sostenido por el estrepitoso ir y venir de voces y melodías que provenían de aquel aparato. La jornada maratoniana de televisión acababa a las 12 en punto, momento en el cual el abuelo mandaba a Greg a dormir a la habitación contigua al salón. Era una habitación muy pequeña, con una cama siempre deshecha y un taburete de madera en la cabecera, donde Greg apilaba su ropa antes de acostarse.

El abuelo, sin embargo, no se iba a la cama inmediatamente, disfrutaba quedándose dormido en su viejo sofá mientras veía algún programa de caza. Toda una retahíla de imágenes macabras desfilaban por el monitor: jabalís perseguidos por perros que no paraban de ladrar y que eran acorralados hasta su trágica muerte, ciervos descuartizados para ser trasportados mejor, perdices y patos cayendo en picado tras ser alcanzados por multitud de perdigones... Greg espiaba al otro lado, observándolo todo por la pequeña rendija que existía entre la puerta y el marco (nunca dejaba la puerta cerrada del todo).

 Era normal que a los diez minutos el abuelo empezara a roncar de manera colosal. Sus ronquidos emulaban el sonido de una sierra oxidada cortando huesos secos. Era el sonido más molesto que el muchacho había escuchado en su vida. Lo irritaba y producía en él una sensación de alteración responsable de su insomnio. Pero lo peor no era el sonido, lo peor era que no entendía por qué su abuelo tenía que roncar de esa manera. ¿Cuál era el mensaje de aquel ruido nasal tan desagradable? Greg se lo hubiera preguntado a su madre, pero no le hubiera hecho caso. La comunicación con ella era nula, y a su abuelo le daba miedo preguntárselo. El resultado era que no entendía nada de aquello, y le generaba una sensación de ansiedad que terminaba por desquiciarlo.

Ese día en concreto, Greg pensó en estrangular a su abuelo. Cerró los ojos y pudo ver de forma precisa como se acercaría por detrás, mientras ese pobre viejo siguiera roncando, para con un fino cordón rodear su cuello y apretar con fuerza hasta que cesara su respiración. No se sintió mal por imaginar algo así. Era una manera de solucionar el problema y de comunicarle a su madre lo molesto de la forma de dormir de su abuelo. Todo quedaría resuelto. Todos podrían comprender sin problema el sentido de un acto así.

Se acercó de puntillas hasta el viejo y cuando ya estaba preparado para perpetrar el crimen, su abuelo, al soltar el aire por la boca, ese aire que tanto ruido había hecho al entrar en su pecho, emitió un sonido agudo, como el maullido de un gato. Al principio Greg no prestó atención a esta nueva melodía, pero una vez rodeado su cuello con el fino cordón y a medida que apretaba con más fuerza, su abuelo al tratar de respirar, entonaba ese extraño y melancólico canto de sirena, que consiguió por hacer temblar el corazón de Greg. Pensó en cachorritos de gato, indefensos, maullando para llamar a su mamá. Y fue incapaz de seguir. El impulso inicial, esa certeza fija en su mente, se había desvanecido y había sido sustituida por unas ganas enormes de llorar. Abandonó y corrió a esconderse en la cama.
Lo más curioso es que su abuelo ni se inmutó, y siguió roncando, esta vez emitiendo el mismo sonido áspero y de volumen ciclópeo como de terremoto catastrófico de siempre.

martes, 22 de mayo de 2012

Civilización - Capítulo Segundo


Quizá pueda parecer que cuando uno se ve arrastrado por sí mismo, por un ser oscuro que abulta el estómago, que deforma la piel con sus rasgos mientras tira de las articulaciones y acciona los músculos, todo se vuelve mecánico, instantáneo. Nada más lejos de la realidad.

Con las tijeras en la mano, y un estúpido temblor sacudiendo su antebrazo, Greg sintió ralentizarse el segundero del pequeño reloj de mesa que estaba sobre la televisión. Parecía luchar contra una terrible fuerza que casi le impedía avanzar. Una pulsión tremenda de la manija, que se tensaba, a punto de romperse, para luego avanzar de golpe. Liberada en su pulso con el tiempo, como si, de repente, éste hubiese decidido rendirse. Esa misma tensión es la que en sentía en sus dedos, en su codo, en su hombro. La televisión aullaba, taladraba sus oídos, lo mareba. La luz se desvanecía por los bordes de su campo de visión como una película antigua en blanco y negro transitando de una escena a otra. Su corazón... en medio de aquella bruma temporal no podía discernir si latía rápido o despacio. Todo a su alrededor era demasiado rápido o demasiado despacio. Incluso la trayectoria que ya comenzaban a trazar las tijeras, las cuales podía ver en su cuello. El peluquero no era más que una masa amorfa y sonrosada de carne sin propósito alguno. Una gran almohada dispuesta a romperse y escupir plumas al mínimo contacto de su puntiaguda e improvisada arma.

El resto de su cuerpo no ayudaba precisamente. Su frente sudaba, grandes gotas saladas se formaban en sus poros y comenzaban a circular hacia sus cejas. Tenía la esperanza de que no las desbordasen y acabasen cayendo sobre sus ojos abiertos justo en el momento de clavar las tijeras. Su respiración era insuficiente, y comenzaba a notar una leve sensación de falta de aire. Lo único que aguantaba sin queja eran sus piernas, dos robustos pilares enraizados en el suelo de cuarto de baño que había por el angosto y caluroso local. Era excesivamente consciente de cada parte de sí mismo, incluso de su propia consciencia. Podía determinar de dónde venía cada pensamiento. Por una parte, el miedo, la cobardía, las dudas. Por otra el ansia, el poder, el propósito. Cada idea tenía un origen que discernía al primer vistazo.

En esa extraña omnisciencia personal superó la última de sus barreras. Fue arrancando las imperfecciones de la acción que estaba llevando a cabo, del impulso por el que se había dejado arrastrar, hasta llegar al inmaculado corazón diamantino. Ante la perfección todo atisbo de duda se diluyó en la vasta certeza.

- A no ser que pretendas cortarme el pelo lo mejor es que dejes esas tijeras donde estaban.