martes, 15 de enero de 2013

Cadáveres. Cuarto suspiro.

Al volver a su casa, Delfos sólo tenía ganas de tumbarse en el suelo enmoquetado. No tenía muebles, nada más allá de un frigorífico, una cocina de inducción, una ducha y una cisterna. Su ropa siempre era de usar y tirar; trajes comunes, sencillos, que tras llevar un par de días dejaba en uno de esos grandes contenedores para donar. Tenía la absurda creencia de que durante el proceso de transferencia la infelicidad se iba acumulando en el tejido de su americana, sus pantalones, su camisa y su corbata. Afortunadamente, si alguna ventaja tenía el hecho de hacer un trabajo que nadie más en el mundo era capaz de realizar, era que se pagaba muy bien. Ridículamente bien. Se quitó el traje y lo metió en una bolsa, dejándolo en el recibidor para no olvidarse de sacarlo la próxima vez que saliese. Volvió a su habitación, en la que únicamente había un armario empotrado y una pequeña lámpara pegada al colchón que descansaba sobre el suelo. Aparte de eso, montañas de libros se apilaban por toda ella, quedando sólo un camino que conectaba la puerta con la cama. Cogió el pijama que tenía tirado sobre las sábanas y se lo puso. Caminó al salón y allí, con paciencia, se estiró sobre el suelo, cogiendo el pequeño pero mullido cojín que hacía las veces de respaldo cuando se sentaba contra la pared.

Sólo tenía ganas de dormir. Era invierno, y tras la lluvia se había levantado un fuerte viento gélido que llenaba su casa con el ruido de los árboles, las corrientes y las hojas corriendo por la calle. La única luz que entraba era una mezcla argentada de la luna llena, el naranja de las farolas y el blanco azulado de los demás pisos. Tenía un gran ventanal sin persianas ni cortinas que siempre le permitía ver el cielo, y se puso a observar la acelerada carrera que las nubes nocturnas habían desplegado sobre el negro lienzo. Reflejando la luz de la ciudad, pasaban con prisa, todas fusionadas, como una gran nube sin fin. Debería comenzar a llamar a sus contactos en las morgues, preparar los documentos falsos, comprar comida, ducharse. Debería hablar con sus padres, como debiera haber hecho todos los días desde hacía ya veinte años. Debería hacer muchas cosas, pero ahora sólo quería estar allí, abandonado, durmiéndose con el susurro de la ciudad.

Se despertó a una hora indeterminada de la madrugada, esperando encontrar el cálido cuerpo de Talía a su lado, acariciándole, besándole. Siempre le gustaba hacer el amor cuando se despertaba en medio de la noche. Por un momento pudo ver su piel reflejando la surrealista luz del salón, sus piernas suaves y largas rodeando su cintura, sus brazos presionando su esternón mientras se subía encima suya y sus pechos caían en perfecta forma y sincronía; sus pezones pidiendo que bebiese de ellos. Pero cuando quiso mirarla a los ojos no vio nada y se desvaneció, dejándole un frío que le hizo temblar violentamente. Se levantó, anadeó hasta su habitación y se metió bajo su edredón. Los escalofríos continuaban y echó de menos su calor. Un calor que su cama nunca antes había tenido ni había anhelado. Algo ignoto que nunca deseó, pero que ahora añoraba con cada sacudida y cada castañeo de sus dientes. Por primera vez en su vida, Delfos se sintió solo, y solo dejó caer su primera lágrima. Se durmió de nuevo, pero supo entonces que sus despertares jamás volverían a ser agradables.