¿Qué
nos hace civilizados? ¿Dónde dejamos la vergüenza para decirnos aquello de “soy
un habitante del mundo moderno y evolucionado”? Hay quien dice que la base de
la civilización se halla en una de las más básicas herramientas otorgadas por los
dioses, la naturaleza, o esa mano en la que bailan los dados de caras infinitas
que llamamos “azar”: la comunicación.
Esta
historia no pretende probar nada… de hecho, no tiene un fin distinto al de comunicar
un compendio de eventos que –como dijo cierto escritor en cierto desvarío–
aunque en conjunto es absurdo, parece completo en sí.
Resulta
que, con el paso del tiempo, el hombre-simio fue refinando su arte para con
dicho don; y así, poco a poco, fueron apareciendo más elaboradas, complejas y
bellas formas de comunicación. No importa cuándo dejó de estar de moda el
tam-tam, o por qué de la mímica del hombre cavernario se pasó a la palabra para
mucho después redescubrir el apelado “lenguaje de signos”… Lo importante aquí
es relatar cómo un hombre encontró la última y más bella forma de transmitir un
mensaje claro y conciso: el asesinato.
Era un
hombre solitario. No quiero decir con esto que se le viese alimentando a las
alimañas voladoras en un parque u observando al gentío desde lo alto de una
calle empinada con las manos en los bolsillos. Era un personaje que despedía
soledad con su sola existencia. No importaba que se le viese caminando al lado
de su señora esposa (o prima-hermana que encontró en él la oportunidad para huir
del pueblo) con la que no cruzaba apenas palabra, o rodeado de acalorados
vecinos en una reunión de propietarios discutiendo sobre si pintar o no la fachada de gris para tapar las sucias
pintadas de los chavales… Él siempre estaba solo.
Pero
esa era su decisión.
Había
pasado su vida en la cafetería de su padre. Años de hombres y mujeres
somnolientos, sorbiendo su amarga existencia de una tacita blanca en una
callejuela silenciosa y oscura en medio de la gran ciudad. Ahora su padre había
muerto, y Greg –que así se llamaba- dedicaba sus días a convertir el negocio
familiar en un reducto más y más indeseable para los clientes. Cosechando
suciedad y criando cucarachas.
-Se ha
acabado el café. –era Linda (paradojas de la onomástica), su fea e incestuosa
esposa, la que, escondida tras el palo de la escoba, farfulló esas palabras. Greg supuso que se dirigía a él, pues su único parroquiano -más fiel a beber que a pagar- era Horacio, el vagabundo del final de la calle que para huir del frío se agarraba con
las dos manos a un chocolate caliente como si fuese el mástil en una tormenta.
Salió
al exterior –en verdad hacía frío- y empezó a caminar intentando no resbalar
en los charcos congelados de la acera. No sabía si realmente se encaminaba a
comprar café o si simplemente necesitaba respirar un ambiente algo menos
viciado. Su paseo no duró mucho, se detuvo tres locales a la derecha de su negocio,
justo enfrente de la peluquería de señoras que abrieron hacía un par de años. Allí estaba el dueño y autodenominado estilista, Greg no conseguía recordar su nombre, pero era algo exótico, un cebo para incautas con un imán de rulos por cabeza. El individuo estaba recostado en su silla regulable, mirando obtuso un pequeño televisor con más estática que imagen, las manos apoyadas en su oronda barriga, las gafas resbalando por su grasienta nariz, sus mechas rubias refulgiendo bajo los gastados neones. Era un local estrecho y alargado, con únicamente dos sillones y un secador de pelo, las paredes estaban pintadas en un vómito de tonos chillones intento de hacer la cueva más atractiva para permanentes y cardados.
Greg sintió algo extraño al fijar la vista en tan desbaratada escena. Vio eso que todos hemos visto alguna vez ante el espejo, cuando miramos demasiado tiempo y empezamos a ver nuestro rostro diferente... de la forma en que los demás nos ven.
Así pues, nestro solitario protagonista se vio a sí mismo encarnado en el despreciable peluquero. Y eso resultó ser insoportable.
Pero lo que en realidad no pudo soportar fue el saber que compartía su miserable existencia con alguien similar a tan solo tres locales de distancia. No era un sentimiento egoísta, sino de injusticia. No había derecho a encontrar a alguien que emanase exactamente su misma miseria, su lamento interno, su Soledad.
Entró. No fue dueño de sí mismo y entró. Sin saber bien por qué. El personaje de nombre presuntamente exótico ni se inmutó. Quizá se hubiese esperado un "buenas tardes" como poco, pero el molesto susurro del televisor era oprimente. La atmósfera era estática, antinatural, el tiempo estaba guardando el aliento sabiendo que algo estaba a punto de ocurrir. Greg miró a su alrededor, tardó, pero al final comprendió la razón de su allanamiento, o -yéndonos aun más lejos- su razón de ser: tenía que transmitir un mensaje. Tenía que mostrar al mundo el ultimo estadio de la evolución de la mansedumbre y la individualidad, el final de su propia miseria. Y para ello tendría que acabar con todos los que fuesen como él. Todo por un bien mayor que, aunque podía escaparse de los límites de la razón del hombre civilizado, no se trataba del delirio de un hombre loco. De eso, Greg estaba seguro.
Delante de él, un incauto personaje hipnotizado por su inminente final. Detrás de él, paredes de colores terriblemente casados. A su izquierda, una palangana con una selva oscura de pelos que encerraba un tesoro oxidado en sus entrañas.
Las tijeras.
Greg agarró la herramienta del estilista apretando los labios, con una emoción ceremonial, casi fingida y forzada por la situación.
Aunque, en realidad, todo ello de verdad le emocionaba. Pues si había una cosa más de la que estaba seguro, es que todo eso no había hecho más que empezar.
Greg sintió algo extraño al fijar la vista en tan desbaratada escena. Vio eso que todos hemos visto alguna vez ante el espejo, cuando miramos demasiado tiempo y empezamos a ver nuestro rostro diferente... de la forma en que los demás nos ven.
Así pues, nestro solitario protagonista se vio a sí mismo encarnado en el despreciable peluquero. Y eso resultó ser insoportable.
Pero lo que en realidad no pudo soportar fue el saber que compartía su miserable existencia con alguien similar a tan solo tres locales de distancia. No era un sentimiento egoísta, sino de injusticia. No había derecho a encontrar a alguien que emanase exactamente su misma miseria, su lamento interno, su Soledad.
Entró. No fue dueño de sí mismo y entró. Sin saber bien por qué. El personaje de nombre presuntamente exótico ni se inmutó. Quizá se hubiese esperado un "buenas tardes" como poco, pero el molesto susurro del televisor era oprimente. La atmósfera era estática, antinatural, el tiempo estaba guardando el aliento sabiendo que algo estaba a punto de ocurrir. Greg miró a su alrededor, tardó, pero al final comprendió la razón de su allanamiento, o -yéndonos aun más lejos- su razón de ser: tenía que transmitir un mensaje. Tenía que mostrar al mundo el ultimo estadio de la evolución de la mansedumbre y la individualidad, el final de su propia miseria. Y para ello tendría que acabar con todos los que fuesen como él. Todo por un bien mayor que, aunque podía escaparse de los límites de la razón del hombre civilizado, no se trataba del delirio de un hombre loco. De eso, Greg estaba seguro.
Delante de él, un incauto personaje hipnotizado por su inminente final. Detrás de él, paredes de colores terriblemente casados. A su izquierda, una palangana con una selva oscura de pelos que encerraba un tesoro oxidado en sus entrañas.
Las tijeras.
Greg agarró la herramienta del estilista apretando los labios, con una emoción ceremonial, casi fingida y forzada por la situación.
Aunque, en realidad, todo ello de verdad le emocionaba. Pues si había una cosa más de la que estaba seguro, es que todo eso no había hecho más que empezar.