martes, 11 de septiembre de 2012

Civilización - Capítulo Séptimo o Final


Véase a un marido con los ojos fijos sobre su mujer descuartizada. Nótese su rostro inexpresivo mientras un funcionario de la lucha contra el crimen le zarandea y grita improperios y acusaciones inaudibles. Todo se mueve despacio. Llueve, y cada gota se puede escuchar de forma aislada como la voz de una persona entre la multitud. Creyéndose importante por un instante, acabando perdida en el charco de la civilización. Inútil. Real.
Greg contemplaba lo que hubiera sido su gran final. Desperdiciado. Pero no había pesar en su rostro, sino las crecientes arrugas de su avanzada edad. Ahora más visibles que nunca. Como un astrónomo que descubre por la diminuta lente de su telescopio la belleza de lo desconocido, Greg sintió algo nuevo que nunca antes había recorrido su cuerpo, desde su nuca hasta su rabadilla, en rápido zig-zag: un escalofrío. Una corriente eléctrico-térmica inusual en alguien de su templanza (si es que a la falta de vida se le puede llamar así). El primer escalofrío de su vida, de hecho. Y es que, mientras contemplaba el posible escarnio de alguien que le conocía, que podría saber su secreto... alguien deseoso de destruir su ambición, su proyecto; Greg no sintió ira, ni siquiera repulsión. Sus ojos se posaron en los de la oronda asesinada. Su mujer. Su Linda. Y vio belleza. Y sintió amor. Y agarró la soledad que se solidificaba a su alrededor con sus puños, con fuerza, y estalló en un incontenible e indescifrable llanto. 

Porque eso es lo único que el hombre es capaz de hacer ante "su obra" de arte. 
Porque el hombre solo puede esperar a que "su obra" de arte aparezca ante él... 
Porque el hombre es incapaz de crear lo que de verdad desea y necesita ver.

Pasó la noche en el calabozo, sin parar de llorar hasta caer inconsciente, observado por unos jóvenes vándalos del pueblo con los que compartía celda. Esos tres chicos nuca dirían nada de aquella noche. De aquel patético hombre que se golpeaba la cabeza con los puños con una triste y agónica alegría. Fue despertado con brusquedad: "Don Gregorio, puede marcharse." tuvieron que ayudarle a caminar pues estaba exhausto. Al salir creyó escuchar la explicación de su inocencia: un pastor había asegurado verle agazapado en el bosque denso a la hora del asesinato de la mujer. Fue suficiente. La tormenta había terminado y lo último que vio antes de salir de ese lugar fue al inspector con la mirada perdida en el vaso de un caso difícil de resolver. "No se escapará de esta sin pagar la multa por violar un coto de caza ajeno" le habían dicho. Como si eso fuese algo relevante.

Nunca supo quién fue el mensajero. El artesano que escribió el mensaje que le llevaría a su catarsis personal. El acometedor de lo que puede que no fuese más que una venganza en nombre de los animales. Esas pobres bestias astadas que perecieron ante el vidrio de Greg. Pero tampoco quería saberlo. Cuando volvió a la ciudad vendió el bar y cobró el seguro de vida de Linda (algo que ella firmó aunque él intentase impedirlo, pues le parecía estúpido) y se compró un apartamento alto desde el que se podía contemplar toda la ciudad por una poco generosa ventana. Ante ella colocó una silla y del marco superior, con un largo cordel negro que arrancó del bolsillo de su abrigo, colgó su tesoro. 
Su reflejo. Se colgó. Estaba colgado, contemplando la ciudad. Dando vueltas, balanceándose al son del aire contaminado. Greg colgaba. Rígido. Su reflejo producía destellos cuando brillaba el sol y cegaba a aquel que se atreviese a mirar la última ventana de ese edificio. 
De cuando en cuando alguien se preguntaba qué sería ese tímido brillo; si alguien estaría pidiendo auxilio... luego seguían su camino. Pero Greg, para sus adentros, como en secreto, sabía que lo había conseguido. Que estaba contando su historia a su manera. Brillo a brillo. Reflejo a reflejo. Atado con un cordel negro a los límites de lo visible. 
Colgado.

Para siempre.