sábado, 26 de octubre de 2013

Cadáveres. Decimoprimer Suspiro.


Hoy es el día más largo del mundo.


Hoy celebro que mi falta de fe únicamente me supone un estorbo. Es un impedimento para poder sobrellevarlo mejor.  Y si es cierto lo que él dice, el cielo debe ser un lugar rebosante de vacuidad.  Así que, mientras la Humanidad se aferra a la inmortalidad, la fe hace mucho que yace inerte en cualquier esquina del pasado.  El cielo y el infierno han muerto.

¿Es eso posible Hades? Te sientes tan sólo que me pides ayuda a mí, uno más.

Y si en el parque no hay cobertura...¿es posible que...?

/Estamos en el parque, a la sombra de un enorme plátano de sombra. Ella sabe que estoy enfocándola y, tras el objetivo, parece que no se siente cómoda. No quiere ver el resultado en la pequeña pantalla LCD que hay en la parte trasera de la cámara, ni hablar. Yo me siento incómodo, como si fuese una especie de rudo escultor que no logra dar vida al mármol más hermoso, creo que no es incómodo, es frustrante. Pero su belleza está por encima de todo eso, es un hecho, una realidad maravillosa. Tan cierta como que el día dura 24 horas…qué pena que no haya más tiempo, pienso./

Hoy es posible que la Tierra gire más despacio porque no tiene prisa por olvidarte. Es posible que tenga más tiempo para lograrlo ¿Es posible?

Qué pena que haya tanto tiempo, pienso.

Siento tanto tiempo sin ti.

Sin fe.

jueves, 13 de junio de 2013

Cadáveres. Décimo suspiro.

La voz de Hades retumbaba en su tristeza mientras llamaba a un taxi para volver a la ciudad. Un fulgor anaranjado salía de las fauces de los rascacielos inundando de fuego el cielo nocturno. Según se iba internando en la noche metropolitana, trasladaba su soledad a las calles vacías y a los carteles luminosos, que seguían funcionando para que nadie los viese. Los anuncios, despojados de significado, vendían sueños a los fantasmas. Miró y no vio vagabundos durmiendo en los portales, ni drogadictos huyendo de las luces para pincharse. La ciudad había cambiado mucho a lo largo de su vida y sólo ahora se daba cuenta de ello. Era impresionante lo rápido que se había adaptado a la absurda longevidad que el humano había alcanzado; siempre son esos inesperados saltos científicos los que desatan los cambios profundos en la manera de vivir y de entender el mundo.

Encontró consuelo en dejarse llevar por esa corriente de pensamiento, olvidándose de lo que había estado a punto de hacer, así que la siguió sin importarle que aquel delirante personaje del cementerio fuera quien había plantado la semilla.

¿Era aquella sociedad mejor? No podía negarse que la relativización del tiempo había conseguido dejar obsoletos conceptos como la guerra o la competitividad. Sin prisas por conseguir las cosas, por conquistar descerebradamente en una alocada carrera hacia la muerte, las personas disponían de todo el tiempo que necesitaban para caer, levantarse, alzarse entre los demás y volver a caer con la seguridad de que sólo necesitaban esperar para recuperarse. No había acciones impulsivas. La paciencia había pasado de ser virtud a costumbre. Pero todo esto tenía un coste muy alto: la infancia. Ya no había niños por las calles, no había parques donde pudiesen jugar ni anuncios estridentes para llamar su atención. La dura política de control de la natalidad había hecho desaparecer la inocencia poco a poco, y eso se notaba en la música, los libros, las películas. Sin el contraste de la propia decadencia y destrucción la comida no sabía igual, el arte se volvía simplista, las palabras perdían su urgencia por encontrar un significado ulterior. Eran cambios aún no instaurados, en proceso, pero Delfos pudo verlos desde aquel taxi con claridad proyectándose hacia el futuro, un futuro vacío de contenido, de sentimientos. Sin tristeza, pero también sin amor. Y entonces lo comprendió. La tristeza que él ayudaba a aliviar era lo único que le quedaba a la humanidad. Sin ese último antagonista se quedaría sin nada.

Con esa sensación rondando su cabeza, su tristeza dejó de parecerle tan terrible y la tomó entre sus brazos, sintiendo cada una de sus espinas clavarse en su cuerpo. Disfrutó de su consistencia, de su aliento nostálgico y anhelante. Ardió hasta sus cenizas, comprendiendo que algún día podría revivir en una explosión de vida como jamás la había sentido. No le importaron las miradas incómodas del taxista ni las ensordecerodas voces la radio, que cada vez ganaban más volumen. Su invisible lamento se manifestó en tres lágrimas perfectas que recorrieron el dibujo de su rostro hasta agotarse cerca de su barbilla, y con ellas logró sentir algo de paz.

Cuando llegó a su destino pagó la carrera y se bajó del taxi con una terrible sensación de cansancio. ¿Y ahora qué? Sacó su móvil y se quedó mirándolo sin saber qué buscaba exactamente, pero una serie de números, en principio aleatorios, fueron apareciendo en la punta de sus dedos según pulsaba los botones. Al sonar los tonos, supo que había llamado a Marte. Lo que no supo es cómo sabía su número. Sabía que no debía decir nada, que él ya tendría algo preparado, y así fue:

- Espero que sepas que tu pequeña reunión con Hades no ha pasado desapercibida. Sabemos que no hiciste lo que debías, y comprenderás que eso cambia muchas cosas. Tus actos tienen consecuencias más extensas de lo que puedes imaginar. Cuando termines ese paseo romántico que planeas hacer con el fantasma de tu novia estaré esperándote en tu casa.

Después colgó, y Delfos sabía que así lo haría, por lo que no se sorprendió. Incluso creyó tener la sensación de que sus palabras ya las conocía antes de que las pronunciase. Observó la pantalla del teléfono, donde en vez de la duración de la llamada no había nada. Sin darle demasiada importancia lo introdujo en el bolsillo derecho de su pantalón a la vez que introducía la mano en el otro bolsillo. Comenzó a caminar por el parque.

Ese lugar era Thalía. Cerca de allí la conoció y allí fue donde tuvieron su primera "cita", aunque no había nada lo suficientemente ordinario en su relación como para calificarlo por los términos habituales. Le parecieron innumerables las veces que habían hecho el mismo camino, que sin embargo nunca era igual. Le gustaba aquella sensación de cambiante inmutabilidad. Sintió su pasado más intenso de lo que jamás fue cuando era presente, y cual peregrinaje, árbol tras árbol, fue perdonándose sus errores, reconciliándose consigo mismo. Las hojas cogían un color irreal entre los tenues faroles blancos, los animales dormían y los ruidos faltaban. Cuando volvió al punto de inicio ya había tomado una decisión.

Salió del parque con seguridad y paso firme, y al subir unas escaleras se tropezó. Su móvil de deslizó del bolsillo derecho y bajó rebotando unos cuantos escalones. Cayó con los brazos por delante, y sintió inmediatamente la tensión en ellos y el dolor de las palmas de sus manos. Le gustó. Era vida. Se agachó con dificultad a coger el teléfono y cuando lo tuvo entre sus manos, jugueteando con él, frunció el entrecejo, preocupado. Un ligero viento se levantó, y junto con el rumor de unas pocas hojas secas le llegó un mensaje de su subconsciente. Desdobló la idea con cuidado y se dio cuenta de algo que antes había decidido omitir: en el parque no hay cobertura.

jueves, 9 de mayo de 2013

Cadáveres. Noveno suspiro.



¿Era posible que fueses la persona más triste que jamás hubiese visto? ¿Era eso acaso algo atisbable, tangible, cogniscible... real? Tan sólo sé lo pesados que eran tus pies cuando saliste de ese coche rojo; del interior de una nube de humo mística, casi erótica. Parecías arrastrar dos cadenas ceñidas a los tobillos cuyo lastre no era otro que el de todo el tiempo pasado de la humanidad. La luna brillaba con tal fuerza que pude ver el temblor de tus manos metidas en los bolsillos. Tu mirada echaba de menos demasiadas cosas; el tenue resplandor de la Ciudad a tu espalda te llamaba con un grito silencioso acallado por el sonido de esa pala de metal que arrastrabas.
Cuando para el resto del mundo la palabra "cementerio" era algo casi olvidado, para ti significaba muchas otras cosas. Y quizá "vida" fuese una de ellas. Pero no esa noche. Al llegar al único rectángulo de tierra fresca y removida del terreno te arrodillaste y soltaste tu pesada herramienta. Te vi hablar. De hecho, sé lo que dijiste, pero prefiero que eso sea algo entre tú y ella. En un arranque de ira y sorpresiva fuerza comenzaste a cavar a un ritmo mecánico, como si te hubieses convertido en un autómata, en un artefacto que sólo sirviese para profanar tumbas. No te llevó mucho tiempo. Ni eso, ni abrir el ataúd. Luego lloraste y yaciste junto a ella. Con cuidado, sin tocar, acabaste por quedarte dormido junto a lo que más amaste. Fue entonces cuando decidí hacer mi entrada.
Me senté sobre su pesada lápida, una pierna abrazada con el brazo, otra pierna colgando. "Delfos" llamé...

"Delfos."

Cuando despertaste, su cuerpo inerte todavía estaba allí. Tardaste en reparar en mi presencia. Te quedaste helado, esperando. Supongo que estabas cansado de preguntar, por lo que empecé a hablar. 

"Siento interrumpir la escena, pero tengo que hablar contigo. Te prometo que seré breve. Mi nombre, por gracioso que te suene, es Hades. Clásico, lo sé, pero es que nunca me gustó la astronomía. Me considero algo más... terrenal. Chapado a la antigua, si quieres. Y es que a mí siempre me han gustado las cosas como estaban en principio, nunca he llevado bien los cambios. Y este mundo... esta Ciudad infinita y próspera nos está llevando por ciertos caminos que he dejado de entender. ¿Qué sentido tiene que el hombre abandone la muerte? Que el ser humano -como quien sube una escalera de la que nunca crea ver el final y, al final, lo ve- llegue a la inmortalidad... ¿tiene eso sentido? Si miramos esto desde otra perspectiva, podría hasta decirse que nos vamos a quedar sin trabajo. Tu y yo. Si es que has entendido quién soy. Vamos, haz memoria, ¿cuántas morgues medio llenas has visto últimamente? ¿Cuántos certificados de defunción has leído desde hace un año? Míralo así: puedo prometerte que ahora mismo te encuentras ante el último cadáver puro en toda la faz de la tierra. La gente ya no se muere Delfos. Llámalo moda biológica o broma del progreso, pero es una realidad de la que no muchas personas se han dado cuenta todavía. ¿De verdad vas a hacerlo? ¿Vas a escucharles -sabes bien a quién me refiero- y a tragarte su historia de hacer las cosas por y para ti y así librarte de tus fantasmas? Me parece que estoy siendo bastante honesto contigo. Hace un momento me debatía entre eso o hacerte creer que te habías vuelto loco y que estabas empezando a ver personajes de libros (no somos mucho más que eso) en la vida real. Te iba a hacer dudar de tu lucidez, de tu poder, de ella... pero eso hubiese sido demasiado previsible, ¿no crees?"

Nunca habías escuchado con tanta atención. O eso me hizo creer el brillo silencioso de la luna.

"Mira, estoy tan cansado como tú. Ya hemos jugado demasiado tiempo, ellos, todos ellos, y yo. Y alguien tiene que ser el que coloque las piezas en su posición inicial y deje el tablero como se supone que tenía que estar. Sí, sé lo que estás pensando: un vagabundo llamado Hades en un cementerio te está diciendo que no hagas lo que menos desearías hacer. Lo más lógico sería no confiar en mí. Pero vas a escucharme. Porque sabes que eso que haces... ese poder, no es de este mundo. No es normal. Cada vez que lo usas algo cambia en otra parte. Giras un engranaje que no debería moverse. Y llevas ya haciéndolo demasiado tiempo. Y ese tipo de final no es el que nos conviene. Vamos, saca lo que llevas en los bolsillos. Sé lo que es."

Te incorporaste y te acercaste despacio. Ya no había extrañeza ni desconfianza en tu mirada. Tan sólo la acostumbrada tristeza. Tus manos salieron al mismo tiempo de tus bolsillos y se abrieron ante mi cara. Si. Dos viejas monedas que parecían robadas de un museo. No se trataba de nada necesario para ejercer tu poder, pero yo sabía que sin ellas no podrías hacerlo. Eran tu ceremonia, tu tótem. 

"Dámelas."

No voy a mencionar mucho más de lo que dije. Tú sabías que estabas haciendo lo correcto. Lo vi en esas dos monedas cuando las pusiste en mis manos. Lo vi en ese beso que pusiste en su frente. Y yo me quedé sobre la fría lápida con mis monedas y tú volviste sobre tus pasos con tu infelicidad. No sin antes decir algo. 

"¿Y ahora qué?" habías conseguido articular. 

"Ahora vuelve a la Ciudad. Llega hasta su corazón. No tiene pérdida, ya has estado allí. Ahora es cuando apuñalas el corazón de la bestia. ¿No es maravilloso? Viviendo tu propia epopeya. No te preocupes, sabrás lo que tienes que hacer. Apuñala la ciudad. Mata a la bestia. Esta es tu historia, Delfos. Tu decides cómo y cuándo acaba... pero hagas lo que hagas, nunca mires atrás. 


Si sabes lo que quiero decir."


                                                   Simpathy for the Devil by The Rolling Stones on Grooveshark

miércoles, 17 de abril de 2013

Cadáveres. Octavo suspiro.


Despertó.

Ella fumaba lentamente.
El humo no tenía ninguna prisa por salir de su boca. Supongo que nada en este mundo podría querer huir de sus labios, ni siquiera las palabras más fáciles. Lo curioso es que a mí me resultaban indiferentes, por muy borracho que estuviera.

-¿Quieres seguir durmiendo?

-No lo sé. Creo que sí.

-Ya veo.

-¿Con qué edad empezaste a fumar?

No se me ocurrió nada mejor que preguntar, y a decir verdad, sentía curiosidad por saber cuándo fue la primera vez que le dio una calada a un cigarrillo. Me la imaginaba sujetando el pitillo con miedo, sin saber aspirar el humo,  y tosiendo bruscamente una vez inhalado el gas. Me gustaba crear imágenes, falsos recuerdos ajenos a mí en personas que no conocía de nada. Era nuestro juego favorito. Ella tenía más imaginación que yo, pero le faltaba dar solidez a sus historias, yo sin embargo no podía dejar que ninguno de los detalles recién creados careciera de coherencia.  Éramos un buen equipo.

-¿Qué? No me acuerdo la verdad. Supongo que de niña, como todos.

-Ya.

-¿Por qué me preguntas eso?

-Parece que el humo del tabaco y tu seáis dos buenos amigos de toda la vida.

Siempre inventaba alguna buena respuesta cuando no quería responder la verdad. Después de todo no era mentir, a nadie hacía daño. A ella le llevaban los demonios cuando hacía eso, pensaba que era demasiado hermético. Yo pensaba que siempre podría crear una respuesta mucho más divertida y adecuada que la verdad. No siempre era fácil pensar qué sería más “adecuado” que la verdad, pero cualquier cosa que me alejara de lo real me acercaba más a ella, el problema era que nunca lo supo ver. Y discutíamos.

-…Me gusta fumar, no sé.

Pensé que el humo era una capa protectora; que ella también quería mantener cierta distancia con su interlocutor. Una barrera física sutil donde las palabras pudieran quedar atrapadas y ascender hasta el techo sin herirla. Pensé que era tan hermética como yo, sólo que la sensualidad que la rodeaba te invitaba, precisamente, a invadirla.

-¿No te preocupa tu salud?

-No mucho.

-Yo detesto verme más viejo que en las fotos de hace años. No quiero vivir para siempre, pero quiero ser siempre joven hasta morir.

Ella sonrió. Había conseguido sacar más de mí que yo de ella, sin ni siquiera preguntar. Marte no la había puesto a mi lado por casualidad.

-¿Cuándo vamos a conseguir tu recipiente?-Preguntó mientras expulsaba el humo con calma.

-No lo sé. Mi mejor contacto me ha dejado tirado y no tengo la cabeza como para pensar.

El ambiente cargado de la habitación empezaba a marearme y el sueño aún pesaba demasiado en mi pensamiento, sólo quería dejarme llevar por el humo lo más lejos posible. Lejos de la mujer que conseguía sacarme la verdad como sin querer,  pero con crueldad.

-Sabes de sobra cual es el siguiente paso. No hace tanto del funeral, y su cuerpo aún es susceptible de ser empleado.

-Ella no…Por favor.

miércoles, 3 de abril de 2013

Cadáveres. Séptimo suspiro.

El silencio que siguió a las palabras de Marte fue largo y penoso. El significado de la frase fue abriéndose paso entre otros cientos de pensamientos en la cabeza de Delfos. Sus implicaciones iban asaltándole según asimilaba aquéllo. Pero Marte retomó la conversación y sintió que necesitaba más tiempo antes de volver a funcionar con normalidad. Mucho más.

- Supongo que alguna vez se habrá preguntado cómo, o por qué, tiene usted esta... "habilidad".-dijo con cierto tono de disgusto en la voz.- Quizá se plantease, como huérfano que es, si su padre tenía la misma capacidad. ¿Cuándo se dio cuenta de que la tenía? ¿Se acuerda de cómo aprendió a usarla? ¿No, verdad? Es más, quiero que intente responderme a esta pregunta, ¿qué recuerda antes de aquella mañana primaveral en la que uno de los otros huérfanos se desplomó, muerto, en medio del dormitorio principal?

Otro silencio siguió a estas preguntas, y Delfos supuso que su interlocutor realmente esperaba una respuesta. Aún estaba comprendiendo la magnitud de lo que antes le había dicho, encajándola en su razón como unas manos grandes y torpes en unos guantes pequeños, pero intentó despejarse brevemente y pensar en su infancia. La mañana a la que Marte hacía referencia la recordaba perfectamente: los gritos de los demás niños, el olor de la cocina preparando el desayuno, su curiosidad por el cadáver, su ausencia de miedo, los cuidadores corriendo para ver qué había ocurrido. Le resultaba casi divertido el dramatismo con el que todo el mundo se había tomado aquella muerte, como si fuese algo extraordinario que a duras penas entrase en los cánones de nuestra naturaleza. Pensándolo a posteriori, su reacción no había sido la más normal. Pero, ¿y antes de aquel día? No había nada. Desde entonces su memoria era casi perfecta, llena de imágenes y momentos nítidos y ricos en detalles. En cierto modo, era como si hubiera nacido esa mañana.

- No...-consiguió balbucear.

- ¿Creía que alguien como usted, con un "poder" tan particular, no sería monitorizado? Alguien debe asegurarse de que cumple su función y no comete ningún error que pudiese ponerlo en compromiso. Usted tiene su cometido y yo el mío, y ninguno lo eligió, pero vivimos guiados por ello. Afortunadamente, yo recibí algo más de formación sobre mi función en el mundo que usted.

Delfos quería que se callase, que las palabras dejasen de brotar con su voz quebradiza y grave. Parecía estar quitándose algún peso de encima, como si hubiese esperado mucho tiempo para decirle todo aquéllo. Apenas respiraba, siempre al borde del ahogo, y su incesante charla hacía mella en la cordura de Delfos. Su mente comenzó a gritar, pero Marte continuaba.

- Si piensa en mí como en su ángel de la guarda es divertido. Es una pena que no hayamos podido contactar antes, pero era necesario que se criase en contacto con el mundo para que fuese un fiel reflejo de su época. Es el problema de su función, que varía con la sociedad, que debe amoldarse y transformarse continuamente. Pero no se preocupe, está llegando al final del camino. Como todos los que fueron como usted, ha ido contaminándose con la infelicidad de su entorno y ha sucumbido a ella, poniéndose en esta lastimosa posición en la que se encuentra; buscando a tientas la tragedia hasta encontrarla. Llegados a este punto...

- ¡BASTA! ¡Deje de hablar! ¡¿Acaba de insinuar que yo tengo algo que ver con la muerte de Talía?! ¡¿Que lo he buscado?! ¡¿De qué coño va esto?!

Colgó el teléfono y se dio cuenta de hasta qué punto había perdido su autocontrol. No se reconocía en sí mismo, y eso le hizo comprender que lo que Marte le había contado no era ninguna invención. Palabras así sólo afectan cuando cuando contienen algo de verdad, quizá subconsciente. Pero ahora no tenía ánimo para pensar en ello, se sentía bloqueado.

Cuando volvió a ver no sabía dónde estaba. Había caminado mientras hablaba y estaba en alguna callejuela tan igual a tantas otras de la ciudad que eran prácticamente indistinguibles. Había un cartel luminoso al final de la calle con la forma de una jarra de cerveza; la espuma desbordándose y deshaciéndose en partículas. Pensó que la mejor forma de asentar lo que había escuchado era con alcohol, y pasó.

La atmósfera enrarecida le golpeó al entrar, y se fijó en que era un lugar oscuro y tétrico, con viejo terciopelo rojo en ajados sillones. La barra era un mueble equivocado de época con oxidados remates en volutas. Se sentó en un taburete  y un decrépito camarero con chaleco y pajarita se acercó para atenderle. Pidió un old fashioned sólo por no sentirse fuera de lugar y dio vueltas en su cabeza a Marte. Una persona que le vigilaba, que conocía sus vivencias y todo lo que le había pasado, que sabía más sobre él que sí mismo. Que ahora venía a aliviarle de su peso, a contarle una historia más increíble aún que la suya propia. No tenía ningún sentido, y sin embargo sabía que era cierto; aunque quizá sólo fuese una ilusa creencia, un querer más que un saber. Decidió que no tenía sentido seguir intentando darle algún sentido a lo que había ocurrido. Si era cierto, Marte volvería a contactar con él y entonces, más sereno, le haría las preguntas pertinentes. Acompañando su decisión, el camarero le trajo su copa y empezó a sorber mueca a mueca.

Se perdió en los segundos y horas que pasaron. En el whisky, en las arrugas del camarero y en la ebriedad. Y perdido en busca de su minotauro se encontró con una mujer alta, de curvas imposibles y piernas largas con un vestido negro que se ceñía a sus formas. Se sentó en el taburete adyacente y pidió un whisky solo. Doble. Le miró intensamente y le dijo:

- Hola, Delfos.

- ¿Cómo sabes mi nombre?

La mujer sacó un móvil pequeño y se lo entregó, mientras miraba con suspicacia la fila de copas que había sobre la barra.

- La mujer que tienes sentada a tu lado ahora mismo se llama Venus. Ella trabaja conmigo, contigo. Pensé que te mostrarías más receptivo recibiendo la información de alguien más... agradable.-dijo Marte, colgando inmediatamente después.

- ¿Venus?

- Ésa soy yo. ¿Es muy evidente el patrón en nuestros nombres? Bueno, digamos que Marte y yo no tenemos mucho tiempo para la imaginación. Eres una persona muy inquieta. Y ahora mismo estás demasiado borracho para mantener ninguna conversación. Ven conmigo, tenemos preparada una habitación en un hostal cercano.

Cuando salió a la calle, con Venus sujetándole a duras penas, el suelo estaba lleno de charcos y las luces se reflejaban en todas las superficies. Lo único que veía eran rojos, amarillos, narajas y azules difuminándose en oleosos suelos y paredes. Tenía ganas de vomitar, pero aún más ganas de dormir. Cuando se dio cuenta estaba tumbado en una cama y Venus estaba sentada en una silla, observándole mientras fumaba. La noche iluminaba sus ojos y parte de su rostro, y sus labios se contraían con sensualidad cuando expulsaban el humo por la ventana abierta. Delfos cerró los párpados y se limitó a dormir.


domingo, 10 de marzo de 2013

Cadáveres. Sexto suspiro.


La tarde caía y Delfos se quedaba sin opciones. Puede que tan sólo hubiese agotado su mejor baza hasta ahora, sí, pero carecía del ímpetu de buscar otros medios. Hacía tanto tiempo que no caminaba por las calles que se sorprendió dejándose llevar por sus pasos a los lugares desconocidos de la ciudad. Eligió los recodos que en cualquier otro momento hubiera ignorado y sorteó el tráfico de las grandes avenidas para dirigirse allí a donde no fuese nadie más. A las partes tranquilas. 
En toda gran metrópolis que se precie hay y habrá siempre un rincón de paz. Un lugar donde parezca que el tiempo descanse sentado en un banco. Quizá junto a unas palomas. Allí acabó Delfos su paseo. En una pequeña plaza donde una iglesia semi-asfixiada entre las espaldas de los rascacielos se resistía a desplomarse. Allí se detuvo a pensar qué sería lo siguiente. Sin referirse a nada en concreto. Mirando las largas líneas en sus manos. Una parte más de su cuerpo que no se salvó de sus caricias.
El silencio se vio interrumpido por unos pasos. La-mujer-más-bella-del-mundo llegaba tarde a algún punto de su distraída mente. Tan poco le importaba el ametrallador sonido de sus pasos que no se percató de que una grieta en el asfalto había atrapado uno de sus tacones hasta que hubo pisado el suelo con el pié descalzo. Delfos se removió incómodo al saberse partícipe del accidente, pues era el único en la plaza y La-mujer-más-bella-del-mundo notaría su presencia. 
Y así fue.
En uno de esos pocos momentos en los que ciertas cosas se mueven con especial lentitud a la vista, La-mujer-más-bella-del-mundo se agachó a liberar su zapato del adoquinado, se calzó, y al alzarse, mientras conducía su cabello negro a su lugar de origen, tras su oreja... sonrió. Su sonrisa se clavó en ese hombre que hacía de espectador sin quererlo. Delfos sostuvo esa sonrisa sin miedo. Delfos sostuvo la sonrisa de La-mujer-más-bella-del-mundo durante un instante y después apartó la mirada lo justo como para parecer distraído con cualquier otra cosa. Rostro hierático. Aura triste. Nada había cambiado. No vio a Thalía en la sonrisa de La-mujer-más-bella-del-mundo. Tan sólo la verdad de que jamás volvería a amar a nadie.

La oscuridad del ocaso le recordó que debía trabajar y que estaba solo de nuevo. Manoseó en su bolsillo hasta encontrar lo que buscaba; se acercó el teléfono tras pulsar una serie de botones. El tono se vio interrumpido, aunque sin respuesta alguna.
-¿...Marte? -titubeó Delfos, decidiendo si continuar hablando o no-. Escuche, he tenido ciertos contratiempos para encontrar su recipiente. Necesitaré algo más de margen. Ya sé que me dijo que le llamase cuando estuviese listo pero...

Una risa sutil le interrumpió al otro lado de la línea. No las carcajadas de quien se sorprende con el tartazo del payaso, sino con el repetitivo soniquete de quien escucha un chiste que ya esperaba oír.
-Señor Delfos -masculló la voz del curioso cliente cuando se calmó-, puede que no me entendiese cuando nos encontramos. Lo achaco quizá a que fui demasiado incisivo a la vez que breve: el "recipiente" no es para mí. 
-Oh -rectificó Delfos-, tiene razón. En cualquier caso, necesitaré más tiempo. Es algo inesperado, pero puede ocurrir. Le llamaba para que disculpase las...
-De nuevo le interrumpo señor Delfos -insistió Marte; esta vez con solemne seriedad en la voz-. No quisiera parecer rudo pero ahora me doy cuenta de que quizá debo explicarle algo antes de que entremos en las futilidades rutinarias de su trabajo. Verá, hay algo que me concierne muy mucho de esta... "sociedad moderna" en la que vivimos. Y ese algo es la muerte. Ese pequeño defecto inherente a toda existencia que hemos decidido casi obviar a base de químicos y... magia negra  futurista. La muerte, señor Delfos, se ha convertido en una broma. En un guijarro lanzado al aire con la mala suerte de que puede caer sobre alguien, aunque no tenga porqué. Pero usted sabe tan bien como yo que no existe tal broma. Que no hay nada divertido en la muerte. Que no nacimos para reírnos de lo desconocido. ¿Ve? Este es el mundo que heredó usted un día. Lo recibió en este estado. No pudo hacer nada por cambiarlo. Ni podrá. Pero hay una cosa que sí puede hacer, señor Delfos. Y eso es encontrar un recipiente. Perdón: "el" recipiente. Y con esto sabe a lo que me refiero. Creo que usted sabe tan bien como yo dónde se encuentra ese recipiente. Ese cuerpo -su voz se deslizó casi sugerente sobre esa última palabra-.
Delfos no entendía nada. O quizá no quería entender. ¿"El" recipiente? El silencio en la oscura plaza se había multiplicado. Delfos aguantaba la respiración. Escuchando.
-Creo que voy a tener que aclarar un poco los términos del contrato -dijo el joven-hombre-joven-. Cuando dije que el recipiente no era para mí debí haber aclarado para quién era.
"El recipiente es para usted, señor Delfos."


Foto: Edwin L. Wisherd

miércoles, 13 de febrero de 2013

Cadáveres. Quinto suspiro


“La infelicidad es solo una ilusión”.

Delfos llevaba despierto más de veinte minutos, pero la mañana, recién parida, le mantenía atrapado en el colchón. Descansaría boca arriba un rato más.

 “Un artificio bastante fácil de conseguir  en la actualidad”,

El sol aún se encontraba muy por debajo de la línea de horizonte que dibujaban los rascacielos de la ciudad, que como un serrucho de filo irregular, cortaban el frío cielo casi ya vacío por completo de noche. El mecanismo de la metrópoli nunca descansaba, pero era a primera hora de la mañana, cuando se notaba el aumento de actividad más notable. La noche seguía siendo un pequeño refugio de descanso para la gran mayoría.

“Es irónico, es muy posible que yo sea un portador de infelicidad ahora mismo”,

La fuerza de la costumbre le llevó a girarse bruscamente para buscar su calor al otro lado de la cama. Sin embargo, no encontró nada aparte de la estela de su propio calor que se extinguía dulcemente hasta el borde mismo del colchón. A Thalía solía gustarle pasar las noches frías muy arrimada a él para recibir su calor. Ahora que ella no estaba, esa energía se perdía, precipitándose sin ser aprovechada por su piel. Su piel…

“Conocer a fondo la infelicidad humana tiene sus ventajas, y después de tantos años, creo que comencé a imaginar que no podría alcanzarme, pero resulta que sí…Soy uno más”,

Salió de la cama y acompañó sus estiramientos matinales de varios bostezos, la mañana aún estaba muy presente en él. La terminaría de matar con una ducha y un buen café.  La ducha podría tomarla en casa, el café, al no tener cafetera, debería esperar hasta estar completamente vestido y aseado. Le apasionaba el expresso de la cafetería que había en la acera de enfrente de su edificio. Cuando no tenía encargos, le gustaba pasarse la mañana observando el ir y venir de la gente a través de los cristales, con una buena tacita de café como única compañía.

Por desgracia, estaba a punto de comenzar un trabajo, y es al principio del mismo cuando menos tiempo tenía que perder. No dejaría que todo aquello le sobrepasara, haría un trabajo limpio y perfecto, como siempre, y después, después es posible que abandonara esa vida para siempre. Viviría sin miedo a la infelicidad, abandonaría la superficie para sumergirse en lo profundo y sucio de vivir solo.
No era el único en la historia, es más, se podría decir que su siniestra labor llevaba acometiéndose desde los albores de la humanidad.

“Y seguirá así hasta que el mundo deje de existir”,


No solían ser recelosos con el cuerpo. De hecho, no solían poner ningún pero, tan sólo era importante que el contenido fuera el acordado. Ni más, ni menos. Curiosamente esa no era la peor parte, lo más costoso era encontrar al portador. Hoy en día, es prácticamente imposible colarse en un cementerio. La época de los profanadores había pasado a mejor vida. Tampoco era sencillo colarse en las morgues y salir con un cadáver de allí sin ser visto por nadie, borrar los registros, no dejar huella.

Cuando llegó a la morgue del Hospital Santa Teresa, aún tenía cierto regusto del café abrazado a la lengua. Era allí donde uno de sus contactos le había dicho que podría conseguirle algo. En efecto, Oriol llevaba trabajando en la morgue más de veinte años, y aunque cuando le conseguía un cuerpo era de los buenos, nunca podías saber si te dejaría plantado en el último momento.

“Ese es el problema de las personas  ignorantes. La duda siempre lo retrasa todo”,

Sí. Oriol desconocía lo que Delfos hacía, pero quería pensar que no era nada perverso. Parecía un tipo tranquilo, sin embargo su frialdad a la hora de llevar ese tipo de asuntos era precisamente lo que en ciertas ocasiones, le llegaba a turbar. Entonces sus principios morales echaban el candado y cancelaban el favor. Aquel hombre que recogía cadáveres como el que intercambia cromos en un parque, le causaba un enorme desconcierto. Los ojos siempre fijos en lo que hacía, sin mostrar la menor grieta por la que se colase un sentimiento oscuro o depravado.  

Sí. Estaba decidido, no volvería a cogerle el teléfono nunca más. Ya no podía preguntarle qué hacía con los cuerpos, se sentiría demasiado estúpido después de permitir que se los llevara sin más durante años y años. Esta sería la última vez que lo viera. Qué demonios, ni siquiera tenía por qué ayudarle esta última vez. No sería la primera vez que le dejaba plantado. Sería la última.

Tras más de una hora y media de retraso, las sospechas de Delfos acerca del plantón se convirtieron en verdad irrefutable. Conocía a Oriol, era un buen tipo, uno de esos que dejan que la vida les arrastre sin dar el mínimo golpe de remo.  

“Pobre Oriol, está claro que se ha vuelto a arrepentir. Me hubiera gustado despedirme de él.  Qué demonios, que se pudra, no tengo ganas de ver a nadie. Me pregunto si seré yo una de esas personas, si tan solo me dejo llevar por las circunstancias…”,

Estaba harto.

martes, 15 de enero de 2013

Cadáveres. Cuarto suspiro.

Al volver a su casa, Delfos sólo tenía ganas de tumbarse en el suelo enmoquetado. No tenía muebles, nada más allá de un frigorífico, una cocina de inducción, una ducha y una cisterna. Su ropa siempre era de usar y tirar; trajes comunes, sencillos, que tras llevar un par de días dejaba en uno de esos grandes contenedores para donar. Tenía la absurda creencia de que durante el proceso de transferencia la infelicidad se iba acumulando en el tejido de su americana, sus pantalones, su camisa y su corbata. Afortunadamente, si alguna ventaja tenía el hecho de hacer un trabajo que nadie más en el mundo era capaz de realizar, era que se pagaba muy bien. Ridículamente bien. Se quitó el traje y lo metió en una bolsa, dejándolo en el recibidor para no olvidarse de sacarlo la próxima vez que saliese. Volvió a su habitación, en la que únicamente había un armario empotrado y una pequeña lámpara pegada al colchón que descansaba sobre el suelo. Aparte de eso, montañas de libros se apilaban por toda ella, quedando sólo un camino que conectaba la puerta con la cama. Cogió el pijama que tenía tirado sobre las sábanas y se lo puso. Caminó al salón y allí, con paciencia, se estiró sobre el suelo, cogiendo el pequeño pero mullido cojín que hacía las veces de respaldo cuando se sentaba contra la pared.

Sólo tenía ganas de dormir. Era invierno, y tras la lluvia se había levantado un fuerte viento gélido que llenaba su casa con el ruido de los árboles, las corrientes y las hojas corriendo por la calle. La única luz que entraba era una mezcla argentada de la luna llena, el naranja de las farolas y el blanco azulado de los demás pisos. Tenía un gran ventanal sin persianas ni cortinas que siempre le permitía ver el cielo, y se puso a observar la acelerada carrera que las nubes nocturnas habían desplegado sobre el negro lienzo. Reflejando la luz de la ciudad, pasaban con prisa, todas fusionadas, como una gran nube sin fin. Debería comenzar a llamar a sus contactos en las morgues, preparar los documentos falsos, comprar comida, ducharse. Debería hablar con sus padres, como debiera haber hecho todos los días desde hacía ya veinte años. Debería hacer muchas cosas, pero ahora sólo quería estar allí, abandonado, durmiéndose con el susurro de la ciudad.

Se despertó a una hora indeterminada de la madrugada, esperando encontrar el cálido cuerpo de Talía a su lado, acariciándole, besándole. Siempre le gustaba hacer el amor cuando se despertaba en medio de la noche. Por un momento pudo ver su piel reflejando la surrealista luz del salón, sus piernas suaves y largas rodeando su cintura, sus brazos presionando su esternón mientras se subía encima suya y sus pechos caían en perfecta forma y sincronía; sus pezones pidiendo que bebiese de ellos. Pero cuando quiso mirarla a los ojos no vio nada y se desvaneció, dejándole un frío que le hizo temblar violentamente. Se levantó, anadeó hasta su habitación y se metió bajo su edredón. Los escalofríos continuaban y echó de menos su calor. Un calor que su cama nunca antes había tenido ni había anhelado. Algo ignoto que nunca deseó, pero que ahora añoraba con cada sacudida y cada castañeo de sus dientes. Por primera vez en su vida, Delfos se sintió solo, y solo dejó caer su primera lágrima. Se durmió de nuevo, pero supo entonces que sus despertares jamás volverían a ser agradables.