jueves, 27 de febrero de 2014

Cadáveres. Decimosegundo Suspiro.


Hubo un tiempo en el que el Hombre luchó por encontrar la resurrección.
Fracasó.
La búsqueda de la inmortalidad no es más que su rabieta al no verse capaz de dar marcha atrás a la muerte; el único fenómeno en el que vemos una desaparición real. El cuerpo se transforma. Incluso se convierte en un recipiente de tristeza. Pero: ¿y la vida? 
¿Se desvanece sin más? 
La incertidumbre pesa demasiado... pero no se puede volver atrás. Tan sólo luchar por evitar nuestro propio desvanecimiento. 
Somos ese Hombre que dio la espalda a la resurrección para perseguir la vida eterna. El altruismo derrotado que se convierte en un juego para llegar a ser Dios. El miedo a la finitud nos ha convertido en... piedra. En las rocas de una costa que miran al horizonte por no poder ver más allá. Pero sabiendo que el horizonte no marca el final. Sino allá hasta donde alcanzamos a ver. La inmortalidad no es más que una nueva incertidumbre para el Hombre... 
Eterna impotencia.
Sin ver el final.

Delfos arrastraba una condena diferente. Caminó durante aquella interminable noche por toda la Ciudad. Sabía a dónde quería ir pero prefirió tomar la ruta larga. La que le llevase, uno a uno, por todos los lugares donde pudiese ver a Thalía. Donde pudiese empaparse en un océano de tristeza. De recuerdos que cuanto más felices fuesen, más punzasen su ánimo y sus fuerzas. Sus pies debían ser pesados, su mueca amarga. Paso a paso. Lugar a lugar. Recuerdo a recuerdo. 
Había abandonado su teléfono sobre una papelera, el cual parecía haber alcanzado una absoluta disfuncionalidad. Quizá no fuese el aparato el que se estaba estropeando sino todo el resto del mundo que lo rodeaba. Una distorsión masiva de la realidad había quemado sus circuitos; digámoslo así. Aunque Delfos pudo oírlo sonando como nuevo tras dejarlo y girar la esquina. Qué importaba ya. 
Estrechas calles vacías tejían el entramado de la Ciudad. Como un roedor atrapado, Delfos se sabía ya devorado y en el estómago de la bestia antes de poder atisbar las fauces salivantes. Sin embargo, nunca una presa había vivido un final tan largo y tan solitario. Pues por mucho que se reflejase en los sucios charcos junto a las anaranjadas luces de neón, estaba solo. 
Cuando creyó que hubo recorrido todos aquellos lugares de su tristeza, dejó que sus pasos le condujeran al corazón de aquél laberinto: Al coloso de cemento y cristal que dio comienzo a todo aquéllo. 
El lujoso ascensor le volvió a llevar al piso cincuenta y dos. El aparato se detuvo y abrió sus puertas tras el metálico 'ding'. Ocupaba una gruesa columna dentro de aquella vasta sala vestida de un suelo y techo de mármol negro reluciente. Rodeada de interminables paredes de cristal desde los que observar la Ciudad. Y sí, la lluvia cayendo hacia el cielo que Delfos había jurado ver en la ocasión anterior. 
Al no haber nadie esperándole se sintió libre de salir del ascensor a sus anchas, verse sumergido en el irreal negro y naranja mientras las puertas se cerraban a su espalda. 
Una lenta escena en un rincón de la sala atrajo su mirada de inmediato. Una barra de bar, un sillón desgastado y una mesa de billar daban cobijo a tres figuras. 
Venus mostraba su espalda desnuda, carencia de su vestido rojo, fumaba en silencio y sin beber. Ya había varias copas vacías a su lado. En el sillón raído de cuero y ante un tablero de ajedrez sin piezas, Hades apoyaba su rostro en las manos, aburrido o desesperado, difícil saberlo. 
"¡Delfos...!"
Era Marte quien le saludaba sin apenas mirarle y sin soltar el taco de madera que balanceaba lentamente sobre la mano sin decidirse a golpear la bola blanca. Todo ello parecía un vívido cuadro que se le había ido de las manos al pintor y en el que los personajes habían empezado a cobrar una pausada, lenta y silenciosa vida.
-Señor Delfos... pensé que nos reuniríamos en su casa. -Ya no sonaba molesto. Había vuelto al trato cordial aunque acelerado de cuando se conocieron. -Mejor así, por otro lado. Creo que podemos ahorrarnos preámbulos incómodos. Parece que no nos hemos entendido bien. Y quiero que eso cambie. Queremos que eso cambie, ¿no cree usted? 
-Marte... he venido para acabar con esto. Estoy cansado. 
-¡Cansado! -exclamó soltando el taco e irguiéndose para gesticular con asombro. Miró a la inexpugnable espalda de Venus, miró al gesto hierático de Hades. Todo sin perder el exagerado gesto. -El hombre dice estar cansado. Debe de estar agotado de su recién adquirida inmortalidad... Pero, ¿quién nos pregunta a nosotros si estamos cansados? ¿A nadie se le ha ocurrido que nosotros nos merecemos un descanso? Precisamente ahora que parecían conseguir ocupar nuestro puesto. Justo ahora que esto estaba acabando, que faltaba tan poco... Señor Delfos, todo esto es muy sencillo: usted deposita su miseria tan maravillosamente como sólo usted sabe en... ella, ¡y esto termina! ¡Él termina! -berreó acusando con el dedo al aún inmóvil Hades. -el último cadáver...
Volvió a agarrar el taco, pareció sosegarse por un instante y golpeó la bola, tan sólo la ocho negra la acompañaba sobre la mesa. Falló. 
-No me queda otro remedio que recurrir a lo que menos me place hacer, señor Delfos. 
Alzó la vista por última vez. En esta ocasión a la espalda de Venus. 
La espalda de Venus abandona su taburete. La espalda de Venus recorre la barra. La espalda de Venus abre una puerta al final de la barra. Un pequeño cuarto muy diferente a todo lo demás entra en escena. Un parpadeo somnoliento y confundido sobre una silla de madera. Sin ataduras. Silencio. 
"¿Delfos? ¿Eres tu?" Demasiado familiar para ser real. Pero era real. 
La hermana de Thalía intentaba entender dónde estaba.