jueves, 3 de julio de 2014

Sólo lo echaré de menos cuando lo haya perdido. Capítulo II

Martes.
Todos tenemos secretos. Unos son de los que susurra entre risas una niña a su amiga; sentadas en el banco, mirando a los chicos golpear el balón. Otros son de los que reducen ciudades a cenizas. Cenizas que ahogan amores, amistades y familias. Sobre todo familias.
Sin embargo yo sólo escondía un secreto. Algo nimio, ridículo quizá. Era algo que te robé una vez. De una de tus estanterías. Un peine, que recogía como una suerte de partitura descolocada, cinco cabellos tuyos. Era algo que escondía en un cajón sin importancia y nunca miraba. Pero sabía que estaba ahí. Tan seguro estaba de ello como de que tú no estabas. Con eso bastaba.
Los martes me daba un homenaje. Me escabullía de los del trabajo con la excusa de cierto recado que no me paraba a explicar ni a mí mismo y corría a meterme en el coche. Allí desenvolvía el bocadillo con cuidado y salteaba las vidas que inventaba para la gente que pasaba ante mi cristal con las líneas del libro que me acompañase.
Era ese libro en esa ocasión.

En Marte no hay soledad... por el simple y certero hecho de que no hay compañía. Había dedicado todos los posibles esfuerzos en hacer de este lugar un hogar. Y sin embargo carecía de vida. Un cementerio habitable, se había empeñado en llamarlo en su silencioso fuero interno. 
Caminaba despacio, aunque pudiese correr, en un patético intento de imitación de un astronauta. Recogía piedras rojas, las convertía en polvo rojo y así día, tras día, tras día. A veces se daba el lujo de levantar la vista. Mirarla a ella. Mirar a casa. A su amado hogar. Y pensar que allí habría alguien que pensase que lo que él hacía era lo más importante del mundo. Si. 
Pero, ¿de qué mundo?

Casi seguro, esa chica que pasaba y yo haríamos buena compañía. Pensaba a menudo. O "mira" girando la vista hacia el retrovisor "dos hombre de la mano". Ahora se les veía por el retrovisor izquierdo, ahora por el central (habían soltado las manos), ahora por el derecho (las manos todavía sueltas).
A veces llovía y el tamborileo le distraía del paso del tiempo. A veces hacía calor, como ese día. Bajaba un poco las ventanillas. Las dos, para crear corriente, y esperaba a la brisa.

Le hubiera encantado poder quitarse el casco. Sentir una de esas ironías cósmicas y morir congelado en el planeta rojo. 
Rojo... calor... Azul... frío...
Somos esclavos de nuestra historia y nuestros símbolos. Hubo un tiempo en el que este planeta no significó más que un día de la semana. Ahora la palabra semana había perdido el significado para él. 

Nos pasamos la vida escuchando aquéllo de que hay que rendir. "R-e-n-d-i-r". No podía evitar reírme de la ironía del término.
Como si alguna vez hubiésemos combatido de verdad.
Pero ese día no rendí en absoluto. Continué el resto de mi jornada pasando páginas en mi regazo a ritmo de carraspeo. Ese día no me rendí. Por mucho que la pantalla ante mí me dictase lo que había que hacer.

Pasaba la larga noche marciana en multitud de ocasiones ante la pantalla luminosa. Riéndose de las teorías de pobres paranoicos o deseosos de clamar atención sobre hombrecillos verdes y civilizaciones perdidas años luz atrás. Reía como a un humano le gusta reír de la ignorancia ajena. Una risa en Marte. Una risa solitaria rodeada de polvo rojo. Luego miraba por el ventanuco. La risa paraba. Había aprendido a mirar más allá de la oscuridad. Y sabía a ciencia cierta -de científico- que allí no había nada. 
Al final acababa durmiéndose sobre su brazo -o su frente, si estaba lo suficientemente borracho- sin apagar la pantalla luminosa. Como si los silenciosos fotones le arropasen con un cuento de hadas imposible. Un cuento de hadas moderno. 

La televisión esa noche ofreció un programa estupendo. Una de las mejores selecciones de los mejores vídeos de la década seguido de una magistral imitación a cargo de los comediantes de moda. Hasta mi cena pareció saber mejor. Bostecé hasta tres veces y me acosté.

Boca-arriba, en la oscuridad, me di cuenta de que, aun sin verlas, habría sido capaz de dibujar todas y cada una de las imperfecciones del techo de mi habitación. Así como la forma en la que descansaban los cinco pelos anudados entre las hebras de tu peine y que nunca miraba.
Esa noche no leí. Esa noche me rendí a los pensamientos prohibidos que conducen al sueño involuntario.

De él y sólo de él, como jefe y equipo de la misión, dependía anunciar el largo regreso a casa. El problema residía en que con él llevaría la pesada carga de enseñar a la humanidad que, hagamos lo que hagamos... 

estamos solos en el universo.