lunes, 2 de julio de 2012

Civilización - Capítulo Cuarto


Recuerdos... 

Los recuerdos no nos enseñan nada. No son más que quistes en la mente esperando reventar para que los mancillemos, cambiemos y maquillemos a nuestro antojo y así sentir que nuestro pasado no fue tan malo. Tenemos la mente podrida de imágenes veladas prestas a la interpretación. Y solo las palabras pueden ser más mentirosas que los recuerdos. 

-Gregorio... ¿por qué has roto todos los espejos de la casa? –era Linda, con los ojos abiertos y saltones como un sapo. Moviendo sus ancas torpes y separadas para no pisar los cristales. 

Foto:  http://blog.urbanoutfitters.com
Greg, desde el sofá observaba el espectáculo con la cabeza ladeada. Casi riendo. Casi. Un martillo apenas sujeto entre sus dedos relajados, en su brazo colgante. 

-Primero te marchas del bar sin decir nada y ahora me encuentro esto. ¿Has perdido la cabeza o qué? –estalló la oronda mujer acompañada por crujientes pasos hacia la cocina. 

"Ojalá"... pensaba Greg. Envidiaba a esos suertudos majaretas que cruzan la calle con la mirada perdida en la nada. Felices lunáticos que deambulan libres sin el peso de los recuerdos. Él nunca les observó con miedo, sino envidia, admiración. No. Greg no estaba loco. Los recuerdos estaban demasiado vivos en su inmensa desolación. Linda había empezado a barrer croando maldiciones ante su cónyuge. Pero él, hipnotizado por los pedazos de cristal que bailaban por el suelo, mostrando fragmentos sueltos de su propio reflejo, sólo sentía la derrota en sus propias manos. No había podido cumplir lo único que había deseado con fuerza en su vida. 


Incapaz de asesinar. 


Pero eso no era posible. Él sabía que no estaba loco, y sabía que no hacía falta estar loco para matar. Si tan solo pudiera emborronar los recuerdos. Llevarlos con celo a un oscuro rincón de la mente para que no se asustasen al ver la sangre... 


Los recuerdos son los testigos de la mente. 


En el caos de la escena. De entre todos esos fragmentos de Greg que llenaban el suelo, sujetos con fuerza a la gravedad, ignorantes del cruel destino que les guardaban el recogedor y la escoba, uno llamó su atención. Parecía haber sido un espejo de mano, con un antiguo y labrado mango de cobre. Quizá una reliquia de su familia, no importaba. Ahora, donde antes se encontraba una superficie perfectamente reflectante había un picudo trozo de cristal. Esbelto y afilado. Frágil y letal. Y había algo importante de Greg en ese fragmento. Algo más allá de cualquier reflejo. 


El arma perfecta para el crimen perfecto. 


Lo rescató de la ardua tarea de su esposa. Lo envolvió en un viejo pañuelo y lo guardó en el bolsillo de su gabán, que aún no se había quitado siquiera. Pensaba, ahora algo más animado, en esa idea de los testigos. Si los únicos y verdaderos testigos eran los recuerdos, no tendría más remedio que acabar con ellos. Y así conseguir por fin su ansiada libertad de expresión a través del asesinato. Era ideal. Intachable. Redondo. 

Se dio cuenta de su excitación al sentirse fatigado por el acelerado ritmo de su propio corazón. Sus piernas se activaron como un resorte y caminaron hacia su habitación. "Linda, este fin de semana nos vamos al pueblo." Había dicho sin detenerse. 

-¿Qué? –había contestado ella, incapaz de oírle entre los crujidos y arañazos del cristal. Pero él tenía prisa. Tenía que preparar la maleta. Y llenarla de sus más mullidos jerséis para proteger entre ellos algo de cualquier posible rotura... 

Mientras tanto. Unas palabras resonaban en su mente. Como un credo. Una y otra vez. Quién lo iba a decir... Las palabras del peluquero. 


La tragedia se convierte en comedia. 


Tenía sentido. Puede que al final todo acabe siendo una broma. Que todos tengamos un motivo para reírnos de lo trágico. Y él estaba dispuesto a encontrar el suyo.