viernes, 30 de noviembre de 2012

Cadáveres. Primer suspiro.

Había rosas sobre su cadáver. Secas, deshechas. Rosas que no eran rosas. Se acercó a la piel mortecina e inhaló el formol, asqueado. Había quedado reducida a eso, una estatua inerte sin personalidad. Vacía. Unos días antes su boca significaba pasión, sus ojos amor, sus manos cariño. Ahora no significaban nada. No más que una piedra cualquiera. Sintió cómo se perdía a sí mismo, cómo también él abandonaba su cuerpo para no significar nada, pero algo seguía uniéndolo al mundo, una cadena pesada que le apretaba el pecho: la vida. No podía llorar. Tenía un agujero negro entre los pulmones y el estómago que succionaba todo lo que intentaba sentir. Todo menos la culpa. Como en un tópico de película, la idea insertaba clavos en su frente, rompiendo el cráneo hasta deslizarse suavemente entre los pliegues del cerebro, que cedían sin resistencia pero con quejidos, extendiendo un dolor agudo y concentrado por el resto de su cabeza. No podía apartar la vista de sus pezones, que descoloridos se transparentaban a través del ligero vestido que llevaba. Uno de sus preferidos. Aquéllo, más que ninguna otra cosa, le hizo entender que estaba muerta. Se derrumbó sobre uno de los sofás de colores pastel.

Con sus codos presionando sus rodillas y su cabeza inclinada, apoyando sus ojos sobre sus manos, pudo visualizarla tal y como la vio por última vez. Aparte de su evidente belleza era, principalmente, una buena persona. Simpática, agradable, comprensiva, pero con unos ideales muy firmes. Siempre le gustaron las buenas personas, defenderlas cuando iniciaban alguna cruzada imposible. Era su debilidad, probablemente porque él no era así. Él era una mala persona, y no de la manera fingida en que algunos expresan su poca autoestima, si no que era parte de su esencia. Por eso, porque se conocía a sí mismo, sólo le gustaba la compañía de los que no eran como él. Por eso a ella la había querido tanto. A lo largo de su vida había observado que la bondad siempre implicaba cierto grado de inocencia. Sólo podía darse en personas que no tenían su visión del mundo totalmente corrupta, que aún albergaban esperanzas, que creían en otras bondades como la suya. Y eso le provocaba envidia, pero ese tipo de envidia que está más cercana a la admiración. A veces, cuando estaba con ella, casi podía sentir esa misma ilusión, y a través de eso lograba atisbar un tipo de felicidad muy distinto al que estaba acostumbrado.

Cuando se recostó y levantó la mirada se vio rodeado de gente que no conocía y que mantenía las distancias porque no sabía quién era. A pesar del tiempo que llevaban juntos no había conocido a nadie de su familia ni de sus amigos; no le interesaba. Él sólo la necesitaba a ella, conocer a la gente de su entorno no iba a aportarle nada. Los gestos forzados de los amigos de la familia, los lamentos exagerados de sus padres, las miradas perdidas de sus amigos. Todo sonaba artificial, la luz resplandecía de forma difuminada, rebotando agresiva en el blanco de las camisas, de las tazas de café y del inodoro. La cabeza y la culpa volvían a dolerle, y decidió que ya había estado allí el tiempo suficiente. Se levantó y dejó la sala sin decir nada a nadie. Notó cómo la hermana menor giraba la cabeza para verle marchar, pero no quiso pararse. Había algo en ella que le recordaba a Talía.

Una vez en la calle, para redondear el cliché, la lluvia caía fina y titilante entre una niebla ligera que se rompía con el vaho de su boca. Se mojó los labios y saboreó un imaginario cigarrillo. En aquellos momentos es cuando los echaba de menos. Miró hacia el cielo, dejando que las gotas de agua lavasen sus pensamientos, y cuando comenzó a andar oyó que alguien le llamaba. Se dió la vuelta y vio a la hermana de Talía en la puerta del tanatorio, con un jersey gris de lana que le quedaba grande y unas mallas negras q resaltaban la delgadez de sus piernas. Eran sus ojos. Lo supo cuando miró las nubes para decidir si llovía demasiado. Allí estaba ella. Dijo su nombre. "Delfos". Lo dijo de una manera que creía que no volvería a oír. Mientras la veía correr hacia él dejó de estar seguro de quién era ella. Aturdido, cuando quiso darse cuenta le había intentado rodear en un abrazo. Se sintió un gigante a punto de romper algo muy delicado y muy valioso. Ella se apartó y le observó con seriedad. No tenía lágrimas en los ojos. No había nada de cartón piedra en su expresión. Sus palabras se confundieron con el rumor de la lluvia que golpeaba en los coches aparcados. "Sé cuánto te quería." Tras eso le dio la espalda y el abisal edificio volvió a engullirla.

Paralizado, con el corazón latiendo tan fuerte que lo sentía por todo su cuerpo, se dirigió a su coche sin entender muy bien lo que acababa de ocurrir. Hasta que entró en él y cerró la puerta estuvo pensando que acababa de abrazar a Talía. Luego se calmó, respiró hondo, y el mundo volvió a cobrar sentido. El sufciente, al menos. Algo vibró en su bolsillo. El móvil. Descolgó. "¿Sí?". "¿Delfos?". La sonoridad de su nombre fue esta vez dura, ronca. Recordó con toda claridad quién era y sus facciones cambiaron para reflejarlo. Era una llamada de trabajo.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Comienza la segunda temporada

Seré escueto, pues cada palabra que escribo viola un poco el pacto de equidad que tenemos los tres autores de este blog. Como podéis ver, no nos hemos ido (alguno de nosotros sí que se ha ido físicamente), y tras unos meses de descanso comenzamos un segundo ciclo, o temporada, o cosa. En breves horas o días tendréis el comienzo de la primera (de tres) historias.

Los nómadas volvemos a vagar por las letras.