jueves, 13 de junio de 2013

Cadáveres. Décimo suspiro.

La voz de Hades retumbaba en su tristeza mientras llamaba a un taxi para volver a la ciudad. Un fulgor anaranjado salía de las fauces de los rascacielos inundando de fuego el cielo nocturno. Según se iba internando en la noche metropolitana, trasladaba su soledad a las calles vacías y a los carteles luminosos, que seguían funcionando para que nadie los viese. Los anuncios, despojados de significado, vendían sueños a los fantasmas. Miró y no vio vagabundos durmiendo en los portales, ni drogadictos huyendo de las luces para pincharse. La ciudad había cambiado mucho a lo largo de su vida y sólo ahora se daba cuenta de ello. Era impresionante lo rápido que se había adaptado a la absurda longevidad que el humano había alcanzado; siempre son esos inesperados saltos científicos los que desatan los cambios profundos en la manera de vivir y de entender el mundo.

Encontró consuelo en dejarse llevar por esa corriente de pensamiento, olvidándose de lo que había estado a punto de hacer, así que la siguió sin importarle que aquel delirante personaje del cementerio fuera quien había plantado la semilla.

¿Era aquella sociedad mejor? No podía negarse que la relativización del tiempo había conseguido dejar obsoletos conceptos como la guerra o la competitividad. Sin prisas por conseguir las cosas, por conquistar descerebradamente en una alocada carrera hacia la muerte, las personas disponían de todo el tiempo que necesitaban para caer, levantarse, alzarse entre los demás y volver a caer con la seguridad de que sólo necesitaban esperar para recuperarse. No había acciones impulsivas. La paciencia había pasado de ser virtud a costumbre. Pero todo esto tenía un coste muy alto: la infancia. Ya no había niños por las calles, no había parques donde pudiesen jugar ni anuncios estridentes para llamar su atención. La dura política de control de la natalidad había hecho desaparecer la inocencia poco a poco, y eso se notaba en la música, los libros, las películas. Sin el contraste de la propia decadencia y destrucción la comida no sabía igual, el arte se volvía simplista, las palabras perdían su urgencia por encontrar un significado ulterior. Eran cambios aún no instaurados, en proceso, pero Delfos pudo verlos desde aquel taxi con claridad proyectándose hacia el futuro, un futuro vacío de contenido, de sentimientos. Sin tristeza, pero también sin amor. Y entonces lo comprendió. La tristeza que él ayudaba a aliviar era lo único que le quedaba a la humanidad. Sin ese último antagonista se quedaría sin nada.

Con esa sensación rondando su cabeza, su tristeza dejó de parecerle tan terrible y la tomó entre sus brazos, sintiendo cada una de sus espinas clavarse en su cuerpo. Disfrutó de su consistencia, de su aliento nostálgico y anhelante. Ardió hasta sus cenizas, comprendiendo que algún día podría revivir en una explosión de vida como jamás la había sentido. No le importaron las miradas incómodas del taxista ni las ensordecerodas voces la radio, que cada vez ganaban más volumen. Su invisible lamento se manifestó en tres lágrimas perfectas que recorrieron el dibujo de su rostro hasta agotarse cerca de su barbilla, y con ellas logró sentir algo de paz.

Cuando llegó a su destino pagó la carrera y se bajó del taxi con una terrible sensación de cansancio. ¿Y ahora qué? Sacó su móvil y se quedó mirándolo sin saber qué buscaba exactamente, pero una serie de números, en principio aleatorios, fueron apareciendo en la punta de sus dedos según pulsaba los botones. Al sonar los tonos, supo que había llamado a Marte. Lo que no supo es cómo sabía su número. Sabía que no debía decir nada, que él ya tendría algo preparado, y así fue:

- Espero que sepas que tu pequeña reunión con Hades no ha pasado desapercibida. Sabemos que no hiciste lo que debías, y comprenderás que eso cambia muchas cosas. Tus actos tienen consecuencias más extensas de lo que puedes imaginar. Cuando termines ese paseo romántico que planeas hacer con el fantasma de tu novia estaré esperándote en tu casa.

Después colgó, y Delfos sabía que así lo haría, por lo que no se sorprendió. Incluso creyó tener la sensación de que sus palabras ya las conocía antes de que las pronunciase. Observó la pantalla del teléfono, donde en vez de la duración de la llamada no había nada. Sin darle demasiada importancia lo introdujo en el bolsillo derecho de su pantalón a la vez que introducía la mano en el otro bolsillo. Comenzó a caminar por el parque.

Ese lugar era Thalía. Cerca de allí la conoció y allí fue donde tuvieron su primera "cita", aunque no había nada lo suficientemente ordinario en su relación como para calificarlo por los términos habituales. Le parecieron innumerables las veces que habían hecho el mismo camino, que sin embargo nunca era igual. Le gustaba aquella sensación de cambiante inmutabilidad. Sintió su pasado más intenso de lo que jamás fue cuando era presente, y cual peregrinaje, árbol tras árbol, fue perdonándose sus errores, reconciliándose consigo mismo. Las hojas cogían un color irreal entre los tenues faroles blancos, los animales dormían y los ruidos faltaban. Cuando volvió al punto de inicio ya había tomado una decisión.

Salió del parque con seguridad y paso firme, y al subir unas escaleras se tropezó. Su móvil de deslizó del bolsillo derecho y bajó rebotando unos cuantos escalones. Cayó con los brazos por delante, y sintió inmediatamente la tensión en ellos y el dolor de las palmas de sus manos. Le gustó. Era vida. Se agachó con dificultad a coger el teléfono y cuando lo tuvo entre sus manos, jugueteando con él, frunció el entrecejo, preocupado. Un ligero viento se levantó, y junto con el rumor de unas pocas hojas secas le llegó un mensaje de su subconsciente. Desdobló la idea con cuidado y se dio cuenta de algo que antes había decidido omitir: en el parque no hay cobertura.