viernes, 14 de diciembre de 2012

Cadáveres. Tercer suspiro.

Foto: "Skyscrapers" - Michal Boubin

Gigantes...
Gigantes de frío cristal y piedra inerte que nos engullen y nos hacen parecer parásitos en busca de calor en el centro del laberinto de sus entrañas infinitas. Colosos inconcebibles. Trinchadores de cielos. Ensoñaciones de suicidas sin alas. Promesas de un colapso de ruido y polvo... pero no aún. Los rascacielos hacen de la ciudad una quimera de la modernidad. Algo que, paradójicamente, siempre ha sido y siempre intentará ser. La cima del mundo, con sus pancartas publicitarias que aconsejan que -vayas donde vayas- nunca olvides tu sonrisa de insuficiencia ciudadana. O sus panfletos desveladores de los más íntimos y obscenos encantos de imposibles ninfas, rodeadas de números de teléfono que ellas no contestarán; libres a merced del viento. Sin niños que corran detrás. 
Da igual. Ya lo han visto demasiadas veces en la tele.

Delfos se dejaba mojar por las últimas gotas del chaparrón mientras miraba hacia arriba. Gotas que saben historias, que han sido partícipes y testigos del Tiempo desde que se ganó esa T mayúscula. Gotas que sólo viajan en una dirección. 
Cuando cruzó las puertas del amenazador gigante repasó mentalmente las instrucciones de la llamada de trabajo que había recibido: el nombre de un edificio y un número. Atravesó el vasto recibidor de mármol percatándose de la ausencia de conserje de cualquier tipo y pulsó el botón del único ascensor. Entró en la silenciosa caja de metal de paredes rojizas y luz tenue y una voz de mujer interrumpió el suave hilo musical y espetó con tono sensual la palabra "piso". Delfos pulsó el número cincuenta y dos sin dudar y las puertas se cerraron dejándole frente a su propio reflejo. No le sorprendió encontrarse ante un hombre de aspecto adánico. Tres días sin dormir pasan factura por mucho café que ingieras. Y su presencia aún no se había despegado de él... como mucho, flotaba a su alrededor cual fantasmagórica medusa. Y él no iba a permitir que fuese mucho más lejos. 
Cuando empezó a impacientarse por saber en qué momento se empezaría a mover el ascensor, las puertas se abrieron sin emitir sonido alguno. Miró al indicador electrónico del aparato: piso cincuenta y dos. Intentó acostumbrar su vista a la luz anaranjada de la nueva estancia ante la que se encontraba. Era una sala amplia y austera de la que no se encontraban los límites por los lados. Las luces estaban apagadas y tanto el techo como el suelo eran de color negro. Tan sólo inundaba la sala el reflejo de la luz de la ciudad en el cielo encapotado que entraba por el ventanal del fondo. Sin que le diese tiempo a analizar algo más del lugar las puertas empezaron a cerrarse, siendo detenidas un segundo por una mano que precedió al escurridizo cuerpo que se situó en un instante al lado de Delfos. Antes de que las puertas se cerrasen de nuevo, Delfos vivió lo que juzgó como una mala pasada del ayuno y el insomnio: las gotas de lluvia caían hacia arriba más allá de la ventana.
Ahora, ante el espejo de puertas no fue su propio reflejo lo que llamó su atención. A su lado se situaba un personaje que no se sabría bien si encuadrar dentro de "hombre joven" o "joven adulto". Su porte era serio, aunque nervioso, su mirada inteligente aunque huidiza. El pelo engominado con la raya a un lado y la barba desaliñada, demasiado corta para cuidarla y demasiado larga para afeitarla con cuchilla y vestía un traje caro en el que parecía incómodo. Como si fuese la primera vez.
-Entiendo lo que usted hace, señor Delfos. Es así, ¿no? No se le conoce por otro nombre. Entiendo lo que usted hace al igual que usted entiende lo que necesito, pero nunca llegaré a entender cómo lo hace. Ni quiero saberlo. Tiene que saber que el encargo no es para mí. Es para otra persona, pero tan sólo va a tratar conmigo. Veamos... -titubeó como hablando para sí mismo- cómo era... usted busca un... "recipiente" o como sea que lo llame. No conozco su jerga, si es que tiene alguna. Y lo prepara para recibir lo que tengo que darle, ¿no es así? Usted coge cuerpos y los llena de...
-Si. De infelicidad. -Delfos parecía incómodo con la nerviosa precisión del sujeto.
-¡Eso es! -exclamó con una sonrisa tímida señalando al indivíduo reflejado frente a él en las puertas- "transportista de infelicidad", "mercader de felicidad". Quizá debería escribir eso en su tarjeta. Es una pena que no sea un trabajo real. Que no deba serlo, quiero decir. Ya sabe, con eso de que no quedan muchos cadáveres en el mundo. Si es que se siguen llamando así.
Las puertas se abrieron, de nuevo la planta baja y el continuado silencio. "Piso" volvió a decir la ahora familiar voz de mujer. Los individuos siguieron mirando hacia delante, como si no pudiesen soportar el hurto de sus reflejos, hasta que Delfos decidió salir del ascensor. Vio cómo el fino dedo de su cliente pulsaba el botón por encima del piso sesenta con una barroca "A" marcada. Sin mirar atrás mientras marchaba oyó al joven-hombre-joven.
-Llámeme cuando esté listo, Delfos. No hay prisa, pero le pido que no acepte ningún otro trabajo mientras este dure. Ya entenderá por qué. Por cierto, mi nombre es Marte. Si... como el planeta. Ha sido un verdadero...
Las puertas del ascensor se cierran del todo. 
El motor del Ford esperaba encendido.
Delfos mira al suelo. Mojado.
Delfos mira al cielo. Despejado.

¿Estaría imaginando cuando vio lo que vio? Arrancó despacio, no sabía a dónde ir. Tener que volver al encierro de su apartamento parecía un suplicio. 
Puede que, después de todo, el trabajo fuese lo único que le quedaba.



domingo, 9 de diciembre de 2012

Cadáveres. Segundo suspiro.

La ciudad se presentaba recortada en viñetas, pequeños pedacitos enmarcados en la ventanilla de su viejo Ford. La lluvia había calado el ánimo de los habitantes, que reacios a sufrir el mal tiempo, permanecían encerrados en sus casas. Nadie había en el exterior.

La anatomía desierta de aquel gigante de hormigón ahora le parecía un cementerio de guerra, perfectamente monótono y empapado de un recuerdo fatal. Las calles quedaban detrás, y las plazas eran más amplias que nunca. Hubiera encendido la radio, pero la odiaba.

Conducir lo tranquilizaba, lo mantenía cómodo, aislado de esas calles, de esas plazas,de las rectas avenidas y los sucios bulevares, como un astronauta que no quiere impregnarse de la atmósfera dañina de un planeta inexplorado. Los árboles parecían más tristes de lo normal, y sabiéndose encerrados en un lugar tan despiadado, ya no agradecían el agua que caía del cielo y refrescaba su ennegrecida piel. Delfos, sin saber por qué, sintió lástima de ellos. Los vio allí plantados, en el borde de la acera, y pensó en la cantidad de perros desquiciados que habrían orinado sobre sus cautivos pies. Era asqueroso.

Igual que le daba asco su recién nacida soledad, más allá de la culpa siempre quedaba la soledad, danzando distraída en su mente, invadiendo la ciudad.

La voz de ella se paseaba distraída bajo la lluvia, entraba en los cines de los centros comerciales del extrarradio, se rompía en las rotondas y colgaba de todas y cada una de las cuerdas de tender, combatiendo la soledad de la ciudad. Aquella voz que jamás volvería a escuchar, y que ahora dejaba atrás las azoteas y no conseguía quedarse atrapada entre las antenas...dejaba paso a su Ford, que se abría paso como un cuchillo que rebana un pedazo de pan.

Siguió conduciendo, soñando despierto su voz, deseando no olvidarla, deseando con toda su alma no sentirse tan solo en una ciudad tan grande.

viernes, 30 de noviembre de 2012

Cadáveres. Primer suspiro.

Había rosas sobre su cadáver. Secas, deshechas. Rosas que no eran rosas. Se acercó a la piel mortecina e inhaló el formol, asqueado. Había quedado reducida a eso, una estatua inerte sin personalidad. Vacía. Unos días antes su boca significaba pasión, sus ojos amor, sus manos cariño. Ahora no significaban nada. No más que una piedra cualquiera. Sintió cómo se perdía a sí mismo, cómo también él abandonaba su cuerpo para no significar nada, pero algo seguía uniéndolo al mundo, una cadena pesada que le apretaba el pecho: la vida. No podía llorar. Tenía un agujero negro entre los pulmones y el estómago que succionaba todo lo que intentaba sentir. Todo menos la culpa. Como en un tópico de película, la idea insertaba clavos en su frente, rompiendo el cráneo hasta deslizarse suavemente entre los pliegues del cerebro, que cedían sin resistencia pero con quejidos, extendiendo un dolor agudo y concentrado por el resto de su cabeza. No podía apartar la vista de sus pezones, que descoloridos se transparentaban a través del ligero vestido que llevaba. Uno de sus preferidos. Aquéllo, más que ninguna otra cosa, le hizo entender que estaba muerta. Se derrumbó sobre uno de los sofás de colores pastel.

Con sus codos presionando sus rodillas y su cabeza inclinada, apoyando sus ojos sobre sus manos, pudo visualizarla tal y como la vio por última vez. Aparte de su evidente belleza era, principalmente, una buena persona. Simpática, agradable, comprensiva, pero con unos ideales muy firmes. Siempre le gustaron las buenas personas, defenderlas cuando iniciaban alguna cruzada imposible. Era su debilidad, probablemente porque él no era así. Él era una mala persona, y no de la manera fingida en que algunos expresan su poca autoestima, si no que era parte de su esencia. Por eso, porque se conocía a sí mismo, sólo le gustaba la compañía de los que no eran como él. Por eso a ella la había querido tanto. A lo largo de su vida había observado que la bondad siempre implicaba cierto grado de inocencia. Sólo podía darse en personas que no tenían su visión del mundo totalmente corrupta, que aún albergaban esperanzas, que creían en otras bondades como la suya. Y eso le provocaba envidia, pero ese tipo de envidia que está más cercana a la admiración. A veces, cuando estaba con ella, casi podía sentir esa misma ilusión, y a través de eso lograba atisbar un tipo de felicidad muy distinto al que estaba acostumbrado.

Cuando se recostó y levantó la mirada se vio rodeado de gente que no conocía y que mantenía las distancias porque no sabía quién era. A pesar del tiempo que llevaban juntos no había conocido a nadie de su familia ni de sus amigos; no le interesaba. Él sólo la necesitaba a ella, conocer a la gente de su entorno no iba a aportarle nada. Los gestos forzados de los amigos de la familia, los lamentos exagerados de sus padres, las miradas perdidas de sus amigos. Todo sonaba artificial, la luz resplandecía de forma difuminada, rebotando agresiva en el blanco de las camisas, de las tazas de café y del inodoro. La cabeza y la culpa volvían a dolerle, y decidió que ya había estado allí el tiempo suficiente. Se levantó y dejó la sala sin decir nada a nadie. Notó cómo la hermana menor giraba la cabeza para verle marchar, pero no quiso pararse. Había algo en ella que le recordaba a Talía.

Una vez en la calle, para redondear el cliché, la lluvia caía fina y titilante entre una niebla ligera que se rompía con el vaho de su boca. Se mojó los labios y saboreó un imaginario cigarrillo. En aquellos momentos es cuando los echaba de menos. Miró hacia el cielo, dejando que las gotas de agua lavasen sus pensamientos, y cuando comenzó a andar oyó que alguien le llamaba. Se dió la vuelta y vio a la hermana de Talía en la puerta del tanatorio, con un jersey gris de lana que le quedaba grande y unas mallas negras q resaltaban la delgadez de sus piernas. Eran sus ojos. Lo supo cuando miró las nubes para decidir si llovía demasiado. Allí estaba ella. Dijo su nombre. "Delfos". Lo dijo de una manera que creía que no volvería a oír. Mientras la veía correr hacia él dejó de estar seguro de quién era ella. Aturdido, cuando quiso darse cuenta le había intentado rodear en un abrazo. Se sintió un gigante a punto de romper algo muy delicado y muy valioso. Ella se apartó y le observó con seriedad. No tenía lágrimas en los ojos. No había nada de cartón piedra en su expresión. Sus palabras se confundieron con el rumor de la lluvia que golpeaba en los coches aparcados. "Sé cuánto te quería." Tras eso le dio la espalda y el abisal edificio volvió a engullirla.

Paralizado, con el corazón latiendo tan fuerte que lo sentía por todo su cuerpo, se dirigió a su coche sin entender muy bien lo que acababa de ocurrir. Hasta que entró en él y cerró la puerta estuvo pensando que acababa de abrazar a Talía. Luego se calmó, respiró hondo, y el mundo volvió a cobrar sentido. El sufciente, al menos. Algo vibró en su bolsillo. El móvil. Descolgó. "¿Sí?". "¿Delfos?". La sonoridad de su nombre fue esta vez dura, ronca. Recordó con toda claridad quién era y sus facciones cambiaron para reflejarlo. Era una llamada de trabajo.

viernes, 23 de noviembre de 2012

Comienza la segunda temporada

Seré escueto, pues cada palabra que escribo viola un poco el pacto de equidad que tenemos los tres autores de este blog. Como podéis ver, no nos hemos ido (alguno de nosotros sí que se ha ido físicamente), y tras unos meses de descanso comenzamos un segundo ciclo, o temporada, o cosa. En breves horas o días tendréis el comienzo de la primera (de tres) historias.

Los nómadas volvemos a vagar por las letras.

martes, 11 de septiembre de 2012

Civilización - Capítulo Séptimo o Final


Véase a un marido con los ojos fijos sobre su mujer descuartizada. Nótese su rostro inexpresivo mientras un funcionario de la lucha contra el crimen le zarandea y grita improperios y acusaciones inaudibles. Todo se mueve despacio. Llueve, y cada gota se puede escuchar de forma aislada como la voz de una persona entre la multitud. Creyéndose importante por un instante, acabando perdida en el charco de la civilización. Inútil. Real.
Greg contemplaba lo que hubiera sido su gran final. Desperdiciado. Pero no había pesar en su rostro, sino las crecientes arrugas de su avanzada edad. Ahora más visibles que nunca. Como un astrónomo que descubre por la diminuta lente de su telescopio la belleza de lo desconocido, Greg sintió algo nuevo que nunca antes había recorrido su cuerpo, desde su nuca hasta su rabadilla, en rápido zig-zag: un escalofrío. Una corriente eléctrico-térmica inusual en alguien de su templanza (si es que a la falta de vida se le puede llamar así). El primer escalofrío de su vida, de hecho. Y es que, mientras contemplaba el posible escarnio de alguien que le conocía, que podría saber su secreto... alguien deseoso de destruir su ambición, su proyecto; Greg no sintió ira, ni siquiera repulsión. Sus ojos se posaron en los de la oronda asesinada. Su mujer. Su Linda. Y vio belleza. Y sintió amor. Y agarró la soledad que se solidificaba a su alrededor con sus puños, con fuerza, y estalló en un incontenible e indescifrable llanto. 

Porque eso es lo único que el hombre es capaz de hacer ante "su obra" de arte. 
Porque el hombre solo puede esperar a que "su obra" de arte aparezca ante él... 
Porque el hombre es incapaz de crear lo que de verdad desea y necesita ver.

Pasó la noche en el calabozo, sin parar de llorar hasta caer inconsciente, observado por unos jóvenes vándalos del pueblo con los que compartía celda. Esos tres chicos nuca dirían nada de aquella noche. De aquel patético hombre que se golpeaba la cabeza con los puños con una triste y agónica alegría. Fue despertado con brusquedad: "Don Gregorio, puede marcharse." tuvieron que ayudarle a caminar pues estaba exhausto. Al salir creyó escuchar la explicación de su inocencia: un pastor había asegurado verle agazapado en el bosque denso a la hora del asesinato de la mujer. Fue suficiente. La tormenta había terminado y lo último que vio antes de salir de ese lugar fue al inspector con la mirada perdida en el vaso de un caso difícil de resolver. "No se escapará de esta sin pagar la multa por violar un coto de caza ajeno" le habían dicho. Como si eso fuese algo relevante.

Nunca supo quién fue el mensajero. El artesano que escribió el mensaje que le llevaría a su catarsis personal. El acometedor de lo que puede que no fuese más que una venganza en nombre de los animales. Esas pobres bestias astadas que perecieron ante el vidrio de Greg. Pero tampoco quería saberlo. Cuando volvió a la ciudad vendió el bar y cobró el seguro de vida de Linda (algo que ella firmó aunque él intentase impedirlo, pues le parecía estúpido) y se compró un apartamento alto desde el que se podía contemplar toda la ciudad por una poco generosa ventana. Ante ella colocó una silla y del marco superior, con un largo cordel negro que arrancó del bolsillo de su abrigo, colgó su tesoro. 
Su reflejo. Se colgó. Estaba colgado, contemplando la ciudad. Dando vueltas, balanceándose al son del aire contaminado. Greg colgaba. Rígido. Su reflejo producía destellos cuando brillaba el sol y cegaba a aquel que se atreviese a mirar la última ventana de ese edificio. 
De cuando en cuando alguien se preguntaba qué sería ese tímido brillo; si alguien estaría pidiendo auxilio... luego seguían su camino. Pero Greg, para sus adentros, como en secreto, sabía que lo había conseguido. Que estaba contando su historia a su manera. Brillo a brillo. Reflejo a reflejo. Atado con un cordel negro a los límites de lo visible. 
Colgado.

Para siempre.

jueves, 23 de agosto de 2012

Civilización - Capítulo Sexto


Por supuesto, existía una conexión clara.

O no; sacar conclusiones de manera precipitada, por muy evidentes y excluyentes que parecieran ser, era uno de los primeros errores que les enseñaron a erradicar en sus años de academia.
Recordaba perfectamente aquellos dos círculos de tiza sobre el profundo verde de la pizarra. El profesor unió con una flecha el suceso A con el suceso B. Existía una relación de causalidad entre ambos, que él mismo se había encargado de demostrar. No bien hubo terminado de unir ambos elementos, el profesor preguntó si sabían lo que era una red. Los alumnos rieron, borrachos de autoconfianza y sabedores de su elevada inteligencia. Cómo no iban a saber lo que era una red. Esa pregunta era insultante.
-Sabrán pues, que la causalidad lineal es un evento poco explicativo para entender el universo.

Con su parsimonia habitual, el profesor pintó con la fina barrita de yeso un nuevo círculo con una visible X en su interior. Posteriormente, unió con dos flechas el nuevo elemento a los dos anteriores formando un curioso triángulo que parecía recordar un sencillo mapa planetario.

-Podrán observar, que lo difícil no es hallar la relación entre varios sucesos visibles, y que en un principio parecían YA relacionados. Lo complejo es, sin lugar a dudas, descubrir el suceso o elemento oculto que otorga una coherencia multidimensional a la investigación. A ese elemento o suceso, lo llamamos el elemento X.  En ocasiones se pescan muchos más peces gordos con una red que con una simple caña de pescar. Ustedes son los que deben saber cuándo es el momento de usar cada una de las herramientas que aquí se les presentan.

Sin duda su profesor causaba todo tipo de opiniones en la academia, muchos adoraban su sencillez, otros detestaban sus estúpidas clases, repletas de teorías de dudosa fiabilidad.

Al Inspector Suárez no le había ido nada mal siguiendo las enseñanzas y consejos del viejo profesor. A pesar de su corta edad, su perspicacia y habilidad para desentrañar las más barrocas tramas habían catapultado su carrera en el departamento de homicidios. Se trataba de un hombre sencillo, no era para nada ambicioso pese a lo que su trayectoria profesional pudiera dar a entender. El puesto de Inspector estaba bastante mal remunerado para la cantidad de horas de trabajo que había que dedicar a los casos, por no hablar del apartado burocrático, aburrido y tedioso, el cual Suárez odiaba profundamente. Es por ello que accedió al puesto a cambio de poder seguir haciendo el trabajo de campo, la parte del curro que le apasionaba en realidad. Para ser un buen profesional, pensaba Suárez, su trabajo requería mancharse las manos y meterse lo suficiente de lleno en los casos, tratando siempre de mantener una distancia prudencial que le permitiera analizar los hechos con perspectiva.

Ahora se encontraba ante un nuevo caso, y el gran número de pistas y hechos que parecían conformarlo, más allá de generar en él un efecto de optimismo, le causaban cierta intranquilidad. No podía ser tan fácil. Pocas veces lo era, y cuando se trataba de casos tan sencillos, no se los encargaban a él.
Durante las últimas dos semanas habían aparecido 6 cadáveres de ungulados descuartizados en varios puntos que no parecían tener ninguna relación entre sí. Era cierto que había un denominador común en todas aquellas carnicerías, pero por desgracia para los pobres animales, nadie hubiera investigado oficialmente todo aquello (podría ser tan sólo una broma macabra de algún cazador) si no fuera porque esa misma noche habían encontrado un séptimo cadáver a las afueras de Fuenteclara.

Y en este caso no se trataba ni de un ciervo ni de un corzo, sino de una mujer.

-Se llamaba Linda Catalina Morato, Señor. Tenía 41 años y aunque nació en el pueblo, vivía y trabajaba en la capital. Aquí tiene su cartera; está todo, DNI, tarjetas de crédito, algo de dinero en efectivo y una foto de la Virgen de las Nieves. Está casada con un tal Gregorio Oza, pero no hemos logrado localizarle. Pobre señora, menudo estropicio…¿Había visto alguna vez algo así?

La verdad que había visto muchas cosas peores, y odiaba comenzar a acostumbrarse a ver materializado los más oscuros impulsos del ser humano. Auténticas obras de arte grotescas, todas ellas preparadas meticulosamente, todas ellas planeadas con frialdad y con algún sentido. Sentido que él tenía que buscar para poder entender mejor al asesino y poder así darle caza. En cualquier caso, no se trataba de un homicidio sin precedentes, éste, como tantos otros, buscaba dejar un mensaje alto y claro a todo el que tuviese la desgracia de contemplarlo.

-¿A qué hora encontraron el cadáver, y quién lo encontró?-Pregunto escueto el Inspector Suárez.

-Sobre las 22:13, Señor. El alguacil había salido a poner unos carteles sobre las fiestas de este año y se la encontró tal cual está, Señor. Está bastante tocado, Señor. Menudo susto se llevó, imagínese Señor.

-Gracias agente, puedo imaginármelo. ¿Algún testigo?¿Nadie vio ni oyó nada?

-No Señor.

-Encuentren a su marido. Esto es todo, ahora déjeme a solas.

A primera vista parecía existir una gran similitud entre los restos descuartizados de los animales y el de la señora Morato. Todo ello unido a que los lugares donde se encontraron los ungulados estaban muy próximos al pueblo, hacía pensar que existía una conexión clara.
Era bastante plausible que así fuera, era posible que hubiera un patrón común entre todos aquellos sucesos, y que el elemento de unión fuera nada más y nada menos que el presunto homicida. No obstante, Suárez desconfiaba mientras seguía cavilando y apuntando sus pesquisas en su libreta de bolsillo. De momento los principales sospechosos eran el alguacil y su marido; Gregorio.  

Mientras continuaba concentrado buscando pistas en la zona del crimen, llamaron de la Central. Habían interrogado al alguacil. Parecía inocente, pero pasaría la noche allí por si el Inspector Suárez quería hacerle alguna pregunta más, el marido de la víctima seguía desaparecido, aha, todo apuntaba a un acto más de violencia de género, sí sí, con ciertos matices sádicos, pero el caso estaba casi resuelto, gracias Central, ¿algo más?, seguid buscándole. Adiós, adiós.
El cielo oscuro amenazaba tormenta una vez más, había estado lloviendo toda la semana y por suerte la policía científica ya le había ayudado a recoger todas las posibles pruebas. Podía llover todo lo que fuera necesario. Había que agradecer al cielo que no se hubiera descompuesto hasta que la zona había quedado milimétricamente analizada y limpia. Había que agradecerle también que dejara la tierra húmeda, pues el asesino había cometido el error fatal de dejar impresas las huellas de sus botas…

El Inspector Suárez se preguntaba cómo podría haber cometido semejante fallo. De ser el alguacil o el marido, sólo tendrían que buscar entre su calzado buscando la identidad de dichas marcas. Llamó a la central para que tomaran medidas del calzado del alguacil, y ordenó que buscaran en los alrededores del pueblo cualquier calzado abandonado.

De momento todo iba sobre ruedas, sólo tenía que esperar a que alguna de las suelas de las botas de los dos sospechosos coincidieran con las marcas impresas en el lugar del crimen y caso resuelto.

Llamada de la central: Hemos analizado el calzado del señor alguacil. Está limpio.

El tiempo pasaba, y la noche se colaba por el horizonte despacio, deshaciéndose gota a gota en una lluvia lenta pero que comenzaba a encharcar las callejas no asfaltadas de Fuenteclara. El Inspector Suárez, esperaba en el asiento del conductor de su coche patrulla mientras los dos agentes de la policía local roncaban dentro de su vehículo 4x4. Estaban esperando noticias de las patrullas que habían salido hacía más de 5 horas en busca y captura del marido de la señora Morato.


Llamada de la central: Lo tenemos. El sospechoso está detenido y se dirige hacia usted, llegará en 30 minutos.


Greg descansaba tumbado bocarriba, dejando que las gotas disfrutaran  deslizándose por la topografía de su cuerpo como adolescentes en un parque acuático. Esta semana su alma había encontrado la paz que buscaba, y esto no era más que el principio de una nueva vida. Sus deseos comenzaban a lijar los barrotes de su conciencia y parecía que iban a llevar el sabotaje de su alma a buen puerto. Al fin.

Pero la magia quedó hecha añicos por un potente frontal que le alumbró directamente a los ojos, cegándolo. De entre los arbustos aparecieron dos forestales y otro par de policías, que sin preguntar se limitaron a esposarlo y acusarle del asesinato de su mujer. Otra vez la ironía llamaba a la puerta de su vida, pues cuando había liberado parte del alma, resultaba que su cuerpo quedaba encadenado.


Por algún motivo desconocido, muchas veces los captores de delincuentes ponen en entredicho su ética, sometiendo a éstos a crueles actividades y diversas torturas. No fue una excepción el caso de Greg. Antes de llevarle ante el Inspector, decidieron que contemplara de nuevo su macabra obra de arte...

jueves, 9 de agosto de 2012

Civilización - Capítulo Quinto


[...]

El fuerte sonido de la lluvia amortiguaba su llanto. El reguero de sangre se abría paso entre la tierra, mezclándose con ella, alimentándola. Las gotas de agua creaban pequeñas ondulaciones en el charco rojizo que se iba formando, diluyendo su intenso color hasta convertirlo en un trémulo rosa. Sus manos temblaban, su rostro estaba desencajado. Sorprendido por permanecer aún consciente hundió sus dedos en el barro. Escuchó un trueno sin poder ver el relámpago que lo acompañaba y buscó prácticamente a tientas el improvisado puñal que le había servido de arma homicida. Algo había cambiado en ese pequeño trozo de espejo ahora que la sangre lo había bautizado. Cuando al observarlo se encontró con su propio mirada supo que aquél era el punto sin retorno, supo que a partir de entonces sus recuerdos dejarían de molestarle. Entendió que él no era ningún psicópata con un hambre incontrolable de matar; él simplemente había llegado de una manera racional a la conclusión de que en esta época en la que comunicarse era algo tan sencillo, tan poco elaborado, necesitaba devolverle el valor a este concepto. Así, no naciéndole de sus impulsos, no podía pretender coger un arma cualquiera y poder matar a la primera persona que se propusiera. Necesita una progresión, un proceso de aprendizaje. Por otra parte, siendo sincero consigo mismo, la muerte en sí no era el objetivo de sus acciones, sino que era un paso necesario para lo que pretendía alcanzar: el arte de la comunicación.

Cansado, con una sonrisa bobalicona, se tumbó boca arriba y admiró la luna, que en un intento de mantener una conversación sin distracciones apartó la lluvia y se presentó en todo su esplendor. A su alrededor pequeños cúmulos de nubes danzaban agitadas, a veces tapándola, a veces coronándola. Un agradable aire que le recordaba a la suave brisa del mar agitó los pelos de su cuerpo, que desnudo agradecía el descanso del agobiante calor del verano. Extendió los brazos y disfrutó del momento. Aún quedaba mucha noche por delante, tenía tiempo suficiente para terminar su primera obra. Aún sonriente, sintió cómo los pensamientos iban desapareciendo de su mente hasta vaciarla por completo, y en extraña sicronía el cielo también se vació de nubes. Quedó un insondable azul oscuro en el que la luz de la envidiosa luna no dejaba ver ninguna estrella. Respiró y sintió sus pulmones llenarse, por primera vez en su vida, de un aire incorrupto. La muerte, limpia e inocente, había purificado aquel claro. El aire continuaba acariciándole, mimándole. Sintió ganas de masturbarse, y asqueado las reprimió al instante. Ése no era el lugar para tener una erección, para sentir nada sexual. Ligeramente perturbado, con la perfección del momento rota, se levantó.

Miró el cuerpo de su víctima, tendido majestuoso en el suelo, y decidió que era hora de crear. Caminó hasta la bolsa y cogió la sierra. Una a una fue cortando sus extremidades y su cabeza, tomándose tiempo para que el corte fuese lo más limpio posible. Si quería dejar un mensaje, debía ser lo más claro posible. Estaba comenzando, así que no quería nada trascendente o complejo. La letra alfa serviría. Cogió la pala que había tirado a un lado y cavó un círculo alrededor del torso para no tener que moverlo. Con él como base, y haciendo uso de las extremidades, logró formar la letra que quería. A pesar de su simpleza era mucho más bella de lo que había imaginado. Acercó una piedra y la rama alargada que había traído y se sentó frente a su primera obra, absorbiendo todos sus detalles según iba limando la rama y afilando su punta.

Es difícil decir cuánto tiempo pasó así, pero es seguro afirmar que, olvidando poco a poco su breve incidente, fue entrando de nuevo en el vacío. Comenzó a chispear, y cualquiera que le hubiese visto desde lejos hubiera jurado que las débiles gotas se quedaban suspendidas a su alrededor como un aura de serenidad. Cuando tuvo una primitiva lanza entre las manos, clavó la cabeza en ella y ésta en la tierra, de forma que los inertes ojos quedasen contemplando su sencillo mensaje. Aprovechando que todas sus herramientas estaban mojadas, las limpió con unos trapos, tarea que resultó ser muy sencilla gracias a que no había sangre coagulada ni seca. Mientras recogía fue poniéndose de nuevo las manos de Gregorio, la piel de Gregorio, el rostro de Gregorio. Sólo era un disfraz. El claro volvió a estar en el bosque entre Fuenteclara y Fuenteoscura, su coche volvió a estar aparcado cerca de la carretera y su víctima volvió a ser un corzo. En el amanecer el mundo volvía a ser el mismo de antes, pero él no. Y con él cambiaba todo.

[...]

En el coche Linda siempre ponía esa emisora asquerosa en la que entre cientos de anuncios intercalaban alguna canción prefabricada que insultaba a la música. Por eso no le gustaba viajar. Era asombrosa la capacidad que su mujer tenía de convertir un viaje de cincuenta kilómetros en una interminable tortura. "¿Estarán bien los niños con tu madre?" "¿Cogiste las otras llaves?" "Pues me han dicho que ahora la Conejera dejó al Rubén y está liada con el hijo del Chino" "Creo que vuelvo a tener juanetes" "Cuando llegue tengo que limpiar la casa, que estará llena de polvo" "Bla" "Bla" "Bla" Intentaba aislarse de ella, ignorar su voz, pero hablaba tan alto que le resultaba imposible. No le dejaba tiempo para pensar en lo que haría.

Cuando finalmente llegaron a Fuenteclara, justo a la hora de cenar, Gregorio se excusó diciendo que le dolía la cabeza y necesitaba dar una vuelta para despejarse. Lisa le comentó lo raro que estaba últimamente y que no pensaba dejarle irse solo. "¿No estarás pensando en hacer alguna tontería?"

- No, necesitaba venir, necesito pasar un tiempo alejado del ruido, en la naturaleza.- necesitaba oírse, sentirse, liberarse.

Sin pararse a escuchar la réplica de su mujer subió al trastero y cogió lo que ceyó que necesitaría sin saber qué era lo que iba a hacer allí. Sólo veía armas a su alrededor. Una sierra, una pala, un martillo, una hoz oxidada, un rastrillo. Lo cogió todo. ¿Mataría a alguien? Quién sabía. Quizá no hiciese nada, quizá su pequeño paseo no sirviese para nada.

Abrió el garaje y metió todo en la parte trasera del todoterreno que guardaban allí. Lo arrancó sin problemas y comprobó que aún tenía bastante gasolina. Se sintió bien. Se sintió seguro. Se sintió pequeño.

Era domingo, y como siempre su padre le dejó sentarse en el asiento delantero de la furgoneta. Detrás iba la escopeta. Con el ruido del motor comenzaron los pasodobles que les acompañaban hasta el bosque. Aunque tardaban menos de veinte minutos en llegar, Gregorio se ponía nervioso y necesitaba aguantar las ganas de orinar. Su padre no era una persona muy comunicativa, por lo que aquellos extraños momentos de unión, de compartir algo con él, le resultaban emocionantes. Cuando el coche se internó en el camino de tierra supo que quedaba poco, y sustituyó los nervios por las ganas de correr.

Al llegar, y mientras su padre limpiaba, armaba y cargaba la escopeta, tenía algo de tiempo para correr y saltar por el claro en el que aparcaban. Imaginaba que estaba en algún sitio encantado y que sólo estaba a salvo si permanecía alejado de los árboles, pues allí vivían todo tipo de monstruos. Hombres con cuernos, con dientes, con garras. Hombres pequeños con alas y hombres grandes de un solo ojo. Él, rama en mano, intentaba combatirlos con poca eficacia. Pero eran criaturas listas, y sabían que debían mantenerse alejados del arma de su padre, por eso nunca le pasaría nada si iba a su lado. Después de lanzarse al suelo y dar una voltereta, se levantó mareado, y dando tumbos deambuló hasta poder quedarse quieto. Cuando la hierba dejó de ondular, tenía un corzo rebuscando en la tierra a escasos metros de él. Parecía estar acostumbrado a la presencia humana y no tenerle miedo. Como si ignorase que la temporada de caza acababa de empezar. Fascinado por la valentía del animal, dio un paso, y al posar el pie retumbó un ensordecedor disparo.

No sabía muy bien cómo había llegado hasta allí, y se sentía liviano, como si hubiese llevado siempre un abrigo metálico que por fin se quitaba. En su mano tenía la antigua escopeta de su padre, y a su alrededor estaban desperdigadas por el suelo las herramientas que había traído. Se dio cuenta de que estaba desnudo, y de que no estaba solo. Como una aparición, un corzo con el hocico enterrado levantó la cabeza para mirarle. Entre la lluvia sólo pudo ver dos profundos pozos oscuros. Carentes de chispa y de interés. Esta vez no sintió atracción. Encajó la culata en su hombro. Sabía que el arma estaba cargada aunque no recuerda cuándo ni cómo la cargó. Apuntó. Con la lluvia la pólvora podría haberse echado a perder, pero en el fondo poco importaba si funcionaba o no. Disparó.

lunes, 2 de julio de 2012

Civilización - Capítulo Cuarto


Recuerdos... 

Los recuerdos no nos enseñan nada. No son más que quistes en la mente esperando reventar para que los mancillemos, cambiemos y maquillemos a nuestro antojo y así sentir que nuestro pasado no fue tan malo. Tenemos la mente podrida de imágenes veladas prestas a la interpretación. Y solo las palabras pueden ser más mentirosas que los recuerdos. 

-Gregorio... ¿por qué has roto todos los espejos de la casa? –era Linda, con los ojos abiertos y saltones como un sapo. Moviendo sus ancas torpes y separadas para no pisar los cristales. 

Foto:  http://blog.urbanoutfitters.com
Greg, desde el sofá observaba el espectáculo con la cabeza ladeada. Casi riendo. Casi. Un martillo apenas sujeto entre sus dedos relajados, en su brazo colgante. 

-Primero te marchas del bar sin decir nada y ahora me encuentro esto. ¿Has perdido la cabeza o qué? –estalló la oronda mujer acompañada por crujientes pasos hacia la cocina. 

"Ojalá"... pensaba Greg. Envidiaba a esos suertudos majaretas que cruzan la calle con la mirada perdida en la nada. Felices lunáticos que deambulan libres sin el peso de los recuerdos. Él nunca les observó con miedo, sino envidia, admiración. No. Greg no estaba loco. Los recuerdos estaban demasiado vivos en su inmensa desolación. Linda había empezado a barrer croando maldiciones ante su cónyuge. Pero él, hipnotizado por los pedazos de cristal que bailaban por el suelo, mostrando fragmentos sueltos de su propio reflejo, sólo sentía la derrota en sus propias manos. No había podido cumplir lo único que había deseado con fuerza en su vida. 


Incapaz de asesinar. 


Pero eso no era posible. Él sabía que no estaba loco, y sabía que no hacía falta estar loco para matar. Si tan solo pudiera emborronar los recuerdos. Llevarlos con celo a un oscuro rincón de la mente para que no se asustasen al ver la sangre... 


Los recuerdos son los testigos de la mente. 


En el caos de la escena. De entre todos esos fragmentos de Greg que llenaban el suelo, sujetos con fuerza a la gravedad, ignorantes del cruel destino que les guardaban el recogedor y la escoba, uno llamó su atención. Parecía haber sido un espejo de mano, con un antiguo y labrado mango de cobre. Quizá una reliquia de su familia, no importaba. Ahora, donde antes se encontraba una superficie perfectamente reflectante había un picudo trozo de cristal. Esbelto y afilado. Frágil y letal. Y había algo importante de Greg en ese fragmento. Algo más allá de cualquier reflejo. 


El arma perfecta para el crimen perfecto. 


Lo rescató de la ardua tarea de su esposa. Lo envolvió en un viejo pañuelo y lo guardó en el bolsillo de su gabán, que aún no se había quitado siquiera. Pensaba, ahora algo más animado, en esa idea de los testigos. Si los únicos y verdaderos testigos eran los recuerdos, no tendría más remedio que acabar con ellos. Y así conseguir por fin su ansiada libertad de expresión a través del asesinato. Era ideal. Intachable. Redondo. 

Se dio cuenta de su excitación al sentirse fatigado por el acelerado ritmo de su propio corazón. Sus piernas se activaron como un resorte y caminaron hacia su habitación. "Linda, este fin de semana nos vamos al pueblo." Había dicho sin detenerse. 

-¿Qué? –había contestado ella, incapaz de oírle entre los crujidos y arañazos del cristal. Pero él tenía prisa. Tenía que preparar la maleta. Y llenarla de sus más mullidos jerséis para proteger entre ellos algo de cualquier posible rotura... 

Mientras tanto. Unas palabras resonaban en su mente. Como un credo. Una y otra vez. Quién lo iba a decir... Las palabras del peluquero. 


La tragedia se convierte en comedia. 


Tenía sentido. Puede que al final todo acabe siendo una broma. Que todos tengamos un motivo para reírnos de lo trágico. Y él estaba dispuesto a encontrar el suyo.

miércoles, 30 de mayo de 2012

Civilización - Capítulo Tercero


Ahora Greg se sentía en cueros. Su piel había perdido el color, era trasparente y la mirada del peluquero podía penetrar a través de ella como los rayos de sol invaden el cielo después de una tormenta. Y el temporal de emociones había dejado unas finas marcas en su alma,  las cuales ahora quedaban a la vista de su hipotética víctima.

-No te quedes ahí pasmado. Se suele condenar el hecho, no el deseo. Venga, deja las tijeras en su sitio.-Dijo el peluquero con una sonrisa vaga en la mirada. Parecía divertirle lo patético de la situación.

-¿Qué?

-Claro hombre, y después de todo yo también he pensado en clavárselas en la yugular a muchas de las marujas insoportables que vienen aquí a cortarse el pelo. Luego recuerdo que son ellas las que me pagan, y prostituyo mi deseo. La tragedia se convierte en comedia. ¿Lo pillas? Esa frase es buena, ¿no crees?

La verborrea compasiva de aquel cretino no hacía otra cosa más que aumentar el grado de repugnancia que sentía Greg. Debería haber actuado cuando tuvo tiempo. Debería haber convertido a aquel  indeseable en una auténtica obra de arte. Una obra que hablara alto y claro, de tal forma que cualquier persona pudiera entenderla. Sin embargo, lo único que parecía ser capaz de comunicar un mensaje, era el oscuro fondo de sus ojos

-¿No crees, eh?-Repitió con insistencia aquel parias del mundo del estilismo,-No estoy molesto ¿sabes? En realidad me alegra que te pases por aquí. A estas horas ya no tengo mucho trabajo, y me gustaría comentar con un oyente objetivo y ajeno a mi vida, un par de teorías que vengo construyendo últimamente. Me gusta reflexionar mientras hago mi trabajo, el problema es que no puedo compartir mis pensamientos con mi clientela dado su nivel intelectual, pero tú pareces distinto.

Greg dejó caer las tijeras al suelo. El sonido del metal al chocar contra el suelo interrumpió a su interlocutor, que lo miró de nuevo con cara de sorpresa.

Continuar allí durante un segundo más sólo contribuiría a reforzar su idea de que aquel peluquero era un desgraciado. Un alma solitaria rodeada de multitud de gente sin inquietudes, un vagabundo deseoso de comprensión y rodeado de vacuidad. El paisaje era demasiado familiar.

-¡Eh, amigo! ¡Espere!, no me ha dejado terminar…

Terminarle era la única y verdadera razón que le había llevado a entrar en ese lugar, y ahora que sus intenciones se habían desinflado, su deseo de asesinar era tan sólo un globo abandonado en la esquina de una fiesta de críos. Quería salir de allí lo más rápido posible. Ya ni siquiera sentía vergüenza, sólo impotencia y frustración.

Por desgracia, ya se había visto en muchas más situaciones como ésta.

La primera vez, él era muy joven, pero podía recordarlo a la perfección. Su madre, sin dar explicaciones, se había presentado en el piso del abuelo de Greg y tras empujar a su hijo al otro lado del umbral, y añadir que se pasaría a recogerlo al día siguiente, cerró la puerta sin despedirse.

El piso del abuelo de Greg era un espacio diseñado para albergar la soledad de su vejez, y aunque apenas tenía el mobiliario justo para acomodar a una persona, Greg se sentía  a gusto allí. Su abuelo era un hombre rudo, terco en palabras y con pocos modales. Pero eso no suponía ningún problema, tampoco él era muy charlatán.

 El viejo tenía un pequeño televisor en el salón que hacía de nexo entre los dos. No hacía falta malgastar saliva teniendo la T.V encendida hasta la hora de dormir. Y en eso consistían las visitas de Greg a su abuelo, un silencio emocional sostenido por el estrepitoso ir y venir de voces y melodías que provenían de aquel aparato. La jornada maratoniana de televisión acababa a las 12 en punto, momento en el cual el abuelo mandaba a Greg a dormir a la habitación contigua al salón. Era una habitación muy pequeña, con una cama siempre deshecha y un taburete de madera en la cabecera, donde Greg apilaba su ropa antes de acostarse.

El abuelo, sin embargo, no se iba a la cama inmediatamente, disfrutaba quedándose dormido en su viejo sofá mientras veía algún programa de caza. Toda una retahíla de imágenes macabras desfilaban por el monitor: jabalís perseguidos por perros que no paraban de ladrar y que eran acorralados hasta su trágica muerte, ciervos descuartizados para ser trasportados mejor, perdices y patos cayendo en picado tras ser alcanzados por multitud de perdigones... Greg espiaba al otro lado, observándolo todo por la pequeña rendija que existía entre la puerta y el marco (nunca dejaba la puerta cerrada del todo).

 Era normal que a los diez minutos el abuelo empezara a roncar de manera colosal. Sus ronquidos emulaban el sonido de una sierra oxidada cortando huesos secos. Era el sonido más molesto que el muchacho había escuchado en su vida. Lo irritaba y producía en él una sensación de alteración responsable de su insomnio. Pero lo peor no era el sonido, lo peor era que no entendía por qué su abuelo tenía que roncar de esa manera. ¿Cuál era el mensaje de aquel ruido nasal tan desagradable? Greg se lo hubiera preguntado a su madre, pero no le hubiera hecho caso. La comunicación con ella era nula, y a su abuelo le daba miedo preguntárselo. El resultado era que no entendía nada de aquello, y le generaba una sensación de ansiedad que terminaba por desquiciarlo.

Ese día en concreto, Greg pensó en estrangular a su abuelo. Cerró los ojos y pudo ver de forma precisa como se acercaría por detrás, mientras ese pobre viejo siguiera roncando, para con un fino cordón rodear su cuello y apretar con fuerza hasta que cesara su respiración. No se sintió mal por imaginar algo así. Era una manera de solucionar el problema y de comunicarle a su madre lo molesto de la forma de dormir de su abuelo. Todo quedaría resuelto. Todos podrían comprender sin problema el sentido de un acto así.

Se acercó de puntillas hasta el viejo y cuando ya estaba preparado para perpetrar el crimen, su abuelo, al soltar el aire por la boca, ese aire que tanto ruido había hecho al entrar en su pecho, emitió un sonido agudo, como el maullido de un gato. Al principio Greg no prestó atención a esta nueva melodía, pero una vez rodeado su cuello con el fino cordón y a medida que apretaba con más fuerza, su abuelo al tratar de respirar, entonaba ese extraño y melancólico canto de sirena, que consiguió por hacer temblar el corazón de Greg. Pensó en cachorritos de gato, indefensos, maullando para llamar a su mamá. Y fue incapaz de seguir. El impulso inicial, esa certeza fija en su mente, se había desvanecido y había sido sustituida por unas ganas enormes de llorar. Abandonó y corrió a esconderse en la cama.
Lo más curioso es que su abuelo ni se inmutó, y siguió roncando, esta vez emitiendo el mismo sonido áspero y de volumen ciclópeo como de terremoto catastrófico de siempre.

martes, 22 de mayo de 2012

Civilización - Capítulo Segundo


Quizá pueda parecer que cuando uno se ve arrastrado por sí mismo, por un ser oscuro que abulta el estómago, que deforma la piel con sus rasgos mientras tira de las articulaciones y acciona los músculos, todo se vuelve mecánico, instantáneo. Nada más lejos de la realidad.

Con las tijeras en la mano, y un estúpido temblor sacudiendo su antebrazo, Greg sintió ralentizarse el segundero del pequeño reloj de mesa que estaba sobre la televisión. Parecía luchar contra una terrible fuerza que casi le impedía avanzar. Una pulsión tremenda de la manija, que se tensaba, a punto de romperse, para luego avanzar de golpe. Liberada en su pulso con el tiempo, como si, de repente, éste hubiese decidido rendirse. Esa misma tensión es la que en sentía en sus dedos, en su codo, en su hombro. La televisión aullaba, taladraba sus oídos, lo mareba. La luz se desvanecía por los bordes de su campo de visión como una película antigua en blanco y negro transitando de una escena a otra. Su corazón... en medio de aquella bruma temporal no podía discernir si latía rápido o despacio. Todo a su alrededor era demasiado rápido o demasiado despacio. Incluso la trayectoria que ya comenzaban a trazar las tijeras, las cuales podía ver en su cuello. El peluquero no era más que una masa amorfa y sonrosada de carne sin propósito alguno. Una gran almohada dispuesta a romperse y escupir plumas al mínimo contacto de su puntiaguda e improvisada arma.

El resto de su cuerpo no ayudaba precisamente. Su frente sudaba, grandes gotas saladas se formaban en sus poros y comenzaban a circular hacia sus cejas. Tenía la esperanza de que no las desbordasen y acabasen cayendo sobre sus ojos abiertos justo en el momento de clavar las tijeras. Su respiración era insuficiente, y comenzaba a notar una leve sensación de falta de aire. Lo único que aguantaba sin queja eran sus piernas, dos robustos pilares enraizados en el suelo de cuarto de baño que había por el angosto y caluroso local. Era excesivamente consciente de cada parte de sí mismo, incluso de su propia consciencia. Podía determinar de dónde venía cada pensamiento. Por una parte, el miedo, la cobardía, las dudas. Por otra el ansia, el poder, el propósito. Cada idea tenía un origen que discernía al primer vistazo.

En esa extraña omnisciencia personal superó la última de sus barreras. Fue arrancando las imperfecciones de la acción que estaba llevando a cabo, del impulso por el que se había dejado arrastrar, hasta llegar al inmaculado corazón diamantino. Ante la perfección todo atisbo de duda se diluyó en la vasta certeza.

- A no ser que pretendas cortarme el pelo lo mejor es que dejes esas tijeras donde estaban.


jueves, 19 de abril de 2012

Civilización - Capítulo Primero



¿Qué nos hace civilizados? ¿Dónde dejamos la vergüenza para decirnos aquello de “soy un habitante del mundo moderno y evolucionado”? Hay quien dice que la base de la civilización se halla en una de las más básicas herramientas otorgadas por los dioses, la naturaleza, o esa mano en la que bailan los dados de caras infinitas que llamamos “azar”: la comunicación.
Esta historia no pretende probar nada… de hecho, no tiene un fin distinto al de comunicar un compendio de eventos que –como dijo cierto escritor en cierto desvarío– aunque en conjunto es absurdo, parece completo en sí.
Resulta que, con el paso del tiempo, el hombre-simio fue refinando su arte para con dicho don; y así, poco a poco, fueron apareciendo más elaboradas, complejas y bellas formas de comunicación. No importa cuándo dejó de estar de moda el tam-tam, o por qué de la mímica del hombre cavernario se pasó a la palabra para mucho después redescubrir el apelado “lenguaje de signos”… Lo importante aquí es relatar cómo un hombre encontró la última y más bella forma de transmitir un mensaje claro y conciso: el asesinato.

Era un hombre solitario. No quiero decir con esto que se le viese alimentando a las alimañas voladoras en un parque u observando al gentío desde lo alto de una calle empinada con las manos en los bolsillos. Era un personaje que despedía soledad con su sola existencia. No importaba que se le viese caminando al lado de su señora esposa (o prima-hermana que encontró en él la oportunidad para huir del pueblo) con la que no cruzaba apenas palabra, o rodeado de acalorados vecinos en una reunión de propietarios discutiendo sobre si pintar o no la fachada de gris para tapar las sucias pintadas de los chavales… Él siempre estaba solo.
Pero esa era su decisión.
Había pasado su vida en la cafetería de su padre. Años de hombres y mujeres somnolientos, sorbiendo su amarga existencia de una tacita blanca en una callejuela silenciosa y oscura en medio de la gran ciudad. Ahora su padre había muerto, y Greg –que así se llamaba- dedicaba sus días a convertir el negocio familiar en un reducto más y más indeseable para los clientes. Cosechando suciedad y criando cucarachas.
-Se ha acabado el café. –era Linda (paradojas de la onomástica), su fea e incestuosa esposa, la que, escondida tras el palo de la escoba, farfulló esas palabras.  Greg supuso que se dirigía a él, pues su único parroquiano -más fiel a beber que a pagar- era Horacio, el vagabundo del final de la calle que para huir del frío se agarraba con las dos manos a un chocolate caliente como si fuese el mástil en una tormenta.
Salió al exterior –en verdad hacía frío- y empezó a caminar intentando no resbalar en los charcos congelados de la acera. No sabía si realmente se encaminaba a comprar café o si simplemente necesitaba respirar un ambiente algo menos viciado. Su paseo no duró mucho, se detuvo tres locales a la derecha de su negocio, justo enfrente de la peluquería de señoras que abrieron hacía un par de años. Allí estaba el dueño y autodenominado estilista, Greg no conseguía recordar su nombre, pero era algo exótico, un cebo para incautas con un imán de rulos por cabeza. El individuo estaba recostado en su silla regulable, mirando obtuso un pequeño televisor con más estática que imagen, las manos apoyadas en su oronda barriga, las gafas resbalando por su grasienta nariz, sus mechas rubias refulgiendo bajo los gastados neones. Era un local estrecho y alargado, con únicamente dos sillones y un secador de pelo, las paredes estaban pintadas en un vómito de tonos chillones intento de hacer la cueva más atractiva para permanentes y cardados.
Greg sintió algo extraño al fijar la vista en tan desbaratada escena. Vio eso que todos hemos visto alguna vez ante el espejo, cuando miramos demasiado tiempo y empezamos a ver nuestro rostro diferente... de la forma en que los demás nos ven.
Así pues, nestro solitario protagonista se vio a sí mismo encarnado en el despreciable peluquero. Y eso resultó ser insoportable. 
Pero lo que en realidad no pudo soportar fue el saber que compartía su miserable existencia con alguien similar a tan solo tres locales de distancia. No era un sentimiento egoísta, sino de injusticia. No había derecho a encontrar a alguien que emanase exactamente su misma miseria, su lamento interno, su Soledad.


Entró. No fue dueño de sí mismo y entró. Sin saber bien por qué. El personaje de nombre presuntamente exótico ni se inmutó. Quizá se hubiese esperado un "buenas tardes" como poco, pero el molesto susurro del televisor era oprimente. La atmósfera era estática, antinatural, el tiempo estaba guardando el aliento sabiendo que algo estaba a punto de ocurrir. Greg miró a su alrededor, tardó, pero al final comprendió la razón de su allanamiento, o -yéndonos aun más lejos- su razón de ser: tenía que transmitir un mensaje. Tenía que mostrar al mundo el ultimo estadio de la evolución de la mansedumbre y la individualidad, el final de su propia miseria. Y para ello tendría que acabar con todos los que fuesen como él. Todo por un bien mayor que, aunque podía escaparse de los límites de la razón del hombre civilizado, no se trataba del delirio de un hombre loco. De eso, Greg estaba seguro. 
Delante de él, un incauto personaje hipnotizado por su inminente final. Detrás de él, paredes de colores terriblemente casados. A su izquierda, una palangana con una selva oscura de pelos que encerraba un tesoro oxidado en sus entrañas. 
Las tijeras.
Greg agarró la herramienta del estilista apretando los labios, con una emoción ceremonial, casi  fingida y forzada por la situación. 
Aunque, en realidad, todo ello de verdad le emocionaba. Pues si había una cosa más de la que estaba seguro, es que todo eso no había hecho más que empezar.

martes, 17 de abril de 2012

Beso. (FIN)


Ahora, quema la memoria. Y tú dormirás sentada en el sofá orejero junto a la ventana, ajena a la pirotecnia. El teléfono está a punto de sonar, y el aire que ocupa tu habitación, dormido también, comenzará a vibrar hasta que el molesto timbre del aparato rompa tu sueño. Era sueño dulce, como tú.

Te levantarás sobresaltada, con cierta torpeza por el regusto azucarado de la siesta, y correrás para llegar a tiempo de descolgar. Te alegrarás de oír mi voz, y yo de escuchar la tuya. Pese a ser yo el que llama, te dejaré hablar a ti, agazapado, recreándome en la curiosa forma que tienes de pronunciar las eses. Te dejaré contarme qué tal ha ido la mañana mientras cojo aire y me preparo para destruir tu recuerdo.

Ahora, la ronda de preguntas apunta hacia mí, y comienzo mi repaso con la historia de un beso perdido en un parque de algún lugar del extrarradio. Interrumpo el relato del beso porque, después de todo, no conozco su origen, sólo el final.

Me callo, para que el silencio arranque de tu mente alguna pregunta. Y al fin cae, pesada, sobre mi conciencia. Quieres saber, por pura e inocente curiosidad, qué ocurre con ese pobre beso abandonado. Y yo te descubro que esclavicé el rojo, el amor hecho diseño elegante y estético. Un impulso maltratado muerde tu memoria y la deja destripada. La hiere de muerte porque no esperabas ese final, parido en el pasado, en agrio contacto con el presente.

Llorarás, arrepentida, sin ser capaz de entender nada. Y nada es lo que queda detrás de cualquier historia de poca calidad.

No es este el caso, pienso. Al final del final sólo quedo yo, y sonrío, porque, artífice, es exactamente lo que quería, y esta historia, esta historia la escribo yo.

jueves, 15 de marzo de 2012

Beso. (IV)


Dado que su mirada solía relajarme, mi respiración comenzó a normalizarse, y el extraño mundo en el que me encontraba dejó de ser tan irreal.

Los elementos que formaban el pequeño mercado callejero, seguían recuperando su color, un color que intuí era el original. Las caras de las personas que me rodeaban no terminaban de dibujarse, pero entendí también que era su forma natural, así que baje la guardia. Mientras el escenario se iba reconstruyendo paulatinamente, decidí espiar mis actos al igual que un director de cine observa las imágenes que, ya vividas en su mente, se recrean frente a él en la realidad.

Me gustó el plan, volverla a ver, aunque fuera en esas circunstancias extrañas, siempre tan bonita, con ese vestido rojo que elevaba su belleza haciéndola inalcanzable como un globo aerostático que se escapa en el azul.

-Ha dicho mamá que compremos fresas, que ya es época.
-Pues vamos a darnos prisa, porque ya sabes que en el puesto de Marcelino las mejores cajas se acaban pronto.

Ella se movía entre la multitud con una gracia especial, al igual que una gacela, fina y delicada, pero decidida a llegar antes de que fuera demasiado tarde. Yo la seguía a trompicones, sentía que si me soltaba la mano, la maraña de gente me arrastraría a cualquier lugar lejos de ella, y trataba de avanzar entre piernas, bolsas y carritos, sin dejar de estrangular sus dedos entre los míos.

Yo nos seguía por detrás, sin perder detalle de nada de lo que ocurría, y era curioso porque toda esa escena me resultaba muy familiar. El puesto se encontraba en uno de los extremos septentrionales del mercadillo, flanqueado por dos viejas camionetas donde transportaban la mercancía hasta los distintos mercados ambulantes. Como en otros puestos alrededor, la fruta se apilaba en montones sobre tableros de contrachapado, formando un colorido mosaico de formas y texturas. Las piezas más delicadas, como cerezas, ciruelas y fresas, se encontraban dispuestas en pequeñas cajitas de madera. Detrás de la vanguardia frutal estaban Marcelino y sus tres hijos, trabajando codo con codo. Era el mejor puesto de todo el lugar, y todo el barrio se dejaba caer por allí para ver qué manjares de temporada había traído el bueno de Marcelino. Pese a lo atareada que se encontraba la familia, frutero e hijos siempre atendían con una ancha sonrisa en la cara.

-Hola chata, ¿qué va a ser esta vez?-Dijo Marcelino mientras sacaba otra caja de manzanas de la parte trasera de la camioneta.-Prueba las fresas, todavía me quedan un par de cajas muy majas, y este fin de semana vienen excelentes oye.


Compramos una caja repleta de fresas, y de vuelta casa, pude ver como mi otro yo, iba comiendo un jugoso melocotón que Andrés, el hijo mayor de Marcelino, me había regalado. Visto desde fuera, deduje por las miradas furtivas de Andrés que el regalo se lo hacía más a mi hermana que a mí, en un intento fútil por ligar con ella. Pero ella solo tenía ojos para el pequeño, que se había llevado un melocotón accidental de regalo, y al cual guiaba con firmeza hacia el exterior de la plaza.

Mientras les seguía de camino a casa, me sentía como andando a través de un sueño espeso. Espeso por lo real de todo lo que allí sucedía, sueño por lo imposible de contemplar una escena desahuciada del tiempo. Todo era familiar para mí, como el soldado que vuelve al hogar tras una larga guerra. Igual estaba caminando entre recuerdos, pero lo cierto es que una vez más, tenía que acelerar el paso si no quería quedarme atrás y perderlos de vista.

Ya en casa, ella seleccionó las mejores fresas y las lavó, para después trocearlas con mimo y cubrirlas con una copiosa capa de azúcar. Tal y como a mí me gustaba comer las fresas. Era tan generosa…ella siempre me daba lo mejor, y yo sentía que era un derecho al que tendría acceso por siempre jamás.

Sin embargo ese día ocurrió algo que hasta entonces jamás había podido imaginar. El timbre de la puerta sonó estridente, rompiendo la magia del momento. Mi hermana acudió a la puerta como un rayo. Abrió, y tras el umbral, apareció él. Dio un paso al frente y la besó en la boca con pasión, con la seguridad del que ha repetido muchas ocasiones la acción y se ve un profesional. ¿Tenía novio y no se había dignado a decírmelo?

Fue como ver dos trenes chocando frontalmente, y la explosión me aclaró la mente. Yo había vivido esta historia en la vida real, hace muchos años, cuando todavía era un crío. Volví a ver mi gesto, torcido, al entrar mi hermana y su chico en la cocina. Volví a vivir mi decepción cuando mi hermana, en un acto reflejo, me arrancó de las manos el cuenco con fresas y se lo ofreció con una dulce sonrisa al joven muchacho que iba a robármela para siempre. A ese maldito que acaba de destronarme, aquel que impunemente había entrado en mi hogar y se atrevía a robarme a mi hermana, mi dulce hermana mayor a la que yo tanto amaba, y poseía por ley universal. Ella era mía.

Cerré los ojos, no quería volver a pasar por esto. Otra vez no.

“Mira…”

No quise mirar, no. Cerré los párpados con fuerza, pero la luz seguía entrando a través de ellos con la fuerza de una mañana limpia y clara. Existía ahora en la cocina la certeza de aquello que puede no ser real, pero que se percibe sin problemas a través de los sentidos.

La imagen era nítida, no cabía duda de que todo aquello había pasado por mi retina previamente y ahora, por alguna broma amarga del destino, se me brindaba la oportunidad de vivirlo de nuevo. Mi otro yo continuaba sentado en la silla, con los pies colgando, contemplando cómo aquel estúpido se comía mis fresas, restregándoselas por los labios a mi hermana para después devorarlas salvajemente. Se tragaba el amor con el que ella había impregnado su piel roja repleta de pecas, masticaba la carne y exprimía el dulce sabor que tenía un destino previo, mi gozo personal.

“Mira…”
“Recuerda, recuerda…”


Dejé de existir. No había ni un huequito para mí en mi propio reino, en mi cocina, en el corazón de mi hermana. En cuestión de un abrir y cerrar de ojos había perdido el protagonismo absoluto, y no entendía por qué. Observé cómo mi niñez personificada se levantaba de la silla y acudía a tirar de la falda roja que ahora vestía dos piernas temblorosas. Ella lo apartó con indiferencia. Me apartó, y su mano me pareció fría, dura como una bola de cañón capaz de atravesar el fuerte de mis playmobil. Todo ocurrió exactamente igual que aquella vez, solo que en esta ocasión me quedé en la cocina, no quise seguirme hasta mi antigua habitación para ver como destrozaba todos los juguetes que ella me había regalado.

Me quedé porque ahora era más fuerte, ahora debía enfrentar aquella situación y tomar medidas. Ya no era un crío. Ellos, ajenos a mi presencia, parecían atragantarse en un frenesí de manos locas, ávidas por llegar a un final previsto, pero todavía desconocido para ellos. El espectáculo, lejos de parecerme morboso, me resultaba repugnante. Me giré instintivamente, y por casualidad metí la mano en el bolsillo, y note el suave tacto del papel higiénico. ¡Ah! El beso, lo había olvidado por completo, pero ahí seguía, plegado y oculto.

Ya no me importaba su historia, no me importaba en absoluto. Sin necesidad de pensarlo dos veces lo coloqué en el bolsillo trasero de los vaqueros del joven. Por supuesto, él no notó nada.